Nace el sol entre montañas
y la piel de la tierra respira.
Soy un brote de luz,
un susurro en la raíz del mundo,
y todo el cielo se derrama en mi pecho.
La infancia es un río dorado,
una canción sin palabras,
donde el viento acaricia el rostro
y cada hoja es un sueño que se despliega.
El tiempo corre despacio,
como un río que ignora su destino.
Luego, el corazón se torna volcán,
las venas arden con el fuego de la juventud,
y la sangre canta su propia melodía.
Amar es un grito en la noche,
un relámpago que parte el alma en dos,
y la vida, un campo abierto donde se siembran estrellas.
Pero el otoño llega,
y los árboles desnudan sus secretos.
Cada arruga es un mapa del tiempo,
un testigo de batallas libradas y ganadas.
El silencio se convierte en amigo,
y la soledad, en un espejo donde el alma se contempla.
Finalmente, la nieve cae,
y el mundo se envuelve en un manto blanco.
El aliento se convierte en susurro,
y los recuerdos, en un jardín que florece bajo la luna.
La muerte es solo una puerta entreabierta,
una sombra que se funde con la luz.
Así, las estaciones del alma
se suceden en un ciclo sin fin,
y la vida es un poema sin rima,
escrito en el viento,
con la tinta invisible de los sueños.