VOLVIÓ LA GOLONDRINA PARA HACER VERANO,
con curiosidad de gato muerto
y en el pico, un diente de león.
Pero los pelos habían criado ranas.
Pero su nido, espantapájaros,
y algún que otro cuervo
rumiante de ojos,
rumiante de sol.
Cielo arriba,
en vez de orejas de lobo,
contó la golondrina ovejas.
Noche abajo,
descosida,
la osa menor se atragantó en el suelo.
Para cuando el cerdo la olisqueó,
no quedaba de ella sino un charco de ojeras.
Para cuando aterrizó la golondrina,
miedo.
Al amparo de su memoria elefantina,
alicató, alicaída,
la sombra con piel de gallina a su cuerpo,
y en el lagrimal de un ojo de buey,
a la espera del cantar de otro gallo,
la golondrina se acurrucó.
Culpa afuera,
chisporroteaba la olla de grillos,
los tigres olían a sueño,
los besugos dialogaban,
y un reguero de chorros de loro
arrastraba consigo,
sin prisa ni pudor,
vidriadas mariposas estomacales,
vidriadas y exhaustas.
Pena adentro,
sin embargo,
cataclismos.
La golondrina se embosquecía.
Trepaba el humor de los perros su sangre.
Cortejada por pulgas y maldad,
a caballo entre llover y oxidar,
no podía sino ahuyentar su cabeza,
pájaro a pájaro,
inclusive el palomáceo arrullo de la paz…
Un lobo,
seducido por los humos,
descolgó su soledad para mirarla.
Ella empuñó sus alas.
Él, proverbios de grieta.
Y, mientras a sus pies ganduleaban,
aburridas como ostras,
no pocas lágrimas de cocodrilo,
atrás las dejó ella.
Por si las moscas.
Adonde fue,
con el viento a cuestas
y unos cuernos de toro en las garras,
sólo lo supo la aurora.
Tal vez a otro espejismo.
Tal vez hacia un otoño en el cual no se hacen año las vacas flacas.
Tal vez allí donde, zurcidas, las patas de gallo renacen,
donde los monos de hogar pueden ser calmados
con la textura de las bienvenidas…
Tal vez.
Lo que sí se supo, en cambio, ese día
fue que un tiro mató dos pájaros:
la ilusión de creer,
transida de una decepción tirante
harta de desencerrar gatos de tres pies.
Y una golondrina.
La otra luna de la cara (2024)