Ábreme la ventana arriba,
inunda dentro de leche amarilla
ese astro, resuena la voz, al viento,
de los vecinos, y el acaso, quizá,
acuda a contestar unas preguntas.
Un silencio, dueño por momentos
de la situación, se hace al aire,
y la habitación, lenta, se sume
en un sopor propio de una calma,
de ese instante en que el reloj,
quieto, certifica que tú estás, cerca,
al lado de mis ganas, a merced
de mis manos, y te dejas hacer,
y gimes solo de pensar que pase
lo que piensas que va a pasar
y no acaba pasando, una expectativa
basada en dichos y no en actos.
Tu olor, engendro dictador, va sentando
sus reales en el corto espacio, deshecho,
de una cama en ruinas, pecio mohoso
de una contienda de alta artillería,
donde los cañones han vertido a saco
toda la munición de la que disponían.
Ábreme la ventana, no pienses,
y que deje en mis pupilas, eterno,
el trauma impreso de lo que pudo
y no fue, y permíteme, cielo, vibrar
al son de una campana de domingo,
de esas que anuncian misa temprana
sin que la feligresía venga, sin cepillo
posible de un monaguillo sin vocación.
Ábreme la ventana, sí, como si Venus
de Botticelli fueras, concha renaciente,
fuente, manantial inagotable, seminal,
surgiendo de la inmediación caliente
de una sábana arrugada de por vida,
con posibilidad nula de que una plancha,
por muy vehemente que esta fuera, se baste
para restaurar una integridad ya perdida.
Ábreme mi ventana, también tuya
de tanto usarla, porque fuera espera
una vida que ida perdimos en la vorágine
de anoche, y la mar de nuestros barcos,
paciente, descansa la reciente batalla,
y veo, desde la borda, trozos de madera,
del casco, rotos de imposible conmiseración,
y varios brazos en alto pidiendo auxilio,
y yo, satisfecho de mi victoria, desdeño
inhumano como quien desdeña alimento
en barriga llena, y el pulso no me tiembla.
Ábremela, si tienes la amabilidad, cielo.