En la cima del monte, las palabras fluyen,
como un río de esperanza que en el alma se hunde,
\"felices los que buscan en el espíritu su cumbre\",
dice el maestro, y en el viento su voz se funde.
No es la riqueza, ni el poder, ni la fama,
lo que al corazón verdadero calma,
es el reconocer que en lo profundo,
hay un anhelo más puro y más fecundo.
La felicidad, ese tesoro escondido,
no se halla en lo externo, siempre ha sido,
un viaje hacia adentro, un camino sagrado,
donde cada paso es por fe guiado.
En el sermón, en la montaña, se revela,
que incluso en el llanto, la alegría consuela,
\"felices los que lloran\", una promesa eterna,
pues tras la noche oscura, la luz siempre retorna.
Y aquellos perseguidos, los justos, los sinceros,
encontrarán en su fe, refugio verdadero,
la felicidad no es cuestión de suerte,
es saber que en el amor, uno es fuerte.
Así enseñó Jesús, con palabras de vida,
que la verdadera dicha no es jamás fugaz ni esquiva,
sino que mora en aquellos que a su espíritu escuchan,
y en la adoración a su Creador se abocan.
Porque el Dios feliz, Jehová, fuente de amor,
llama a sus hijos a un gozo mayor,
no en lo material, sino en lo divino,
en el servicio sagrado y el camino cristalino.
La felicidad verdadera, no es un mero sentir,
es una elección, un constante construir,
en la roca firme de la fe y la esperanza,
donde cada alma encuentra su balanza.
No depende de circunstancias, ni de tiempos mejores,
sino de un corazón que sus necesidades honores,
de acercarse a Dios, en humildad y en oración,
y encontrar en su palabra, la verdadera pasión.
Así, en el Sermón del Monte, se nos da la clave,
para una felicidad que ni el tiempo ni el dolor acabe,
en las enseñanzas de Jesús, hallamos la guía,
para una vida plena, en armonía.
Que cada verso aquí, sea un reflejo,
de ese mensaje antiguo, pero siempre nuevo,
que la felicidad verdadera, en el espíritu se anida,
y es el regalo más grande, en esta vida.