El poeta, atrapado en un soliloquio frente al espejo, se encontraba en un constante duelo con su reflejo.
Se proclamaba a sí mismo como el mejor, convencido de que su estilo, que unía todos los géneros literarios, era único e irrepetible.
Su alma ardía en cada verso, negándose a cantar a la muerte, prefiriendo celebrar la vida en todas sus formas.
Sin embargo, la verdadera prueba llegó en un recital ante el pueblo, donde su alma, desnuda, debía enfrentarse a la crítica real y no a la fantasía reflejada en el espejo.
Pero llegó el día del recital frente al pueblo. El poeta, lleno de confianza, comenzó a recitar sus obras, seguro de que el mundo reconocería su genio.
Sin embargo, en el clímax de su actuación, ocurrió lo inesperado: su reflejo, aquel que tantas veces lo había desafiado en silencio, emergió de las sombras de su mente.
En un instante de asombro, el poeta perdió su voz, su imagen se quebró, y el espejo en su mente se hizo añicos frente a la realidad.
El público, desconcertado, observó cómo el poeta, que hasta entonces había sido invencible en su propio mundo, se desmoronaba.
No por el nerviosismo o la inseguridad, sino por la revelación de que no había sido el mundo quien cuestionaba su arte, sino su propio reflejo, su propia sombra.
¿Qué ocurre cuando un poeta descubre que su mayor adversario no es el mundo, sino él mismo?
¿Cómo puede uno cantar sobre la vida si su reflejo le recuerda constantemente la sombra de la muerte?