En el silencio se teje la sabiduría,
y en las palabras, el mundo se despliega.
El discernimiento, cual faro en la oscuridad,
guía al sabio en su hablar y su callar.
Como el oro que en el río brilla y fluye,
así el silencio en su valía se construye.
Más allá del ruido y la prisa,
en el silencio hallamos la divina brisa.
El anciano, con su experiencia vasta,
en el silencio, su respeto se afianza.
No divulga lo que en confianza se le da,
y en su prudencia, la comunidad confiará.
La palabra, como plata, puede adornar,
pero es en el silencio donde se puede escuchar
el susurro de la verdad que no se ve,
la voz interna que guía lo que se debe hacer.
La honestidad, como estrella en la noche,
ilumina el camino y a la verdad se acoge.
Quien en la verdad sus palabras sostiene,
un puente de confianza firme mantiene.
Así, en el equilibrio de hablar y callar,
el cristiano su camino debe andar.
Con la palabra justa y el silencio oportuno,
se camina en la vida con paso seguro.
En el discernimiento, un arte se revela,
en saber cuándo la voz en el viento vuela,
y cuándo en el silencio se debe reposar,
para en el momento justo, la verdad proclamar.
Que el silencio no sea vacío, sino lleno de paz,
y que la palabra, cuando fluya, sea capaz
de llevar consigo la luz de la honestidad,
y en cada corazón, sembrar la fraternidad.
Porque en cada momento de silencio y de voz,
se refleja el amor, se refleja Dios.
Y en ese balance, la vida se balancea,
entre el oro del silencio y la plata que sea.
Que el anciano en su sabiduría persista,
y que su ejemplo como faro exista,
para guiar a otros en el sendero,
donde el discernimiento es el primero.
Y así, en cada paso y cada decisión,
se forja un camino de recta intención.
Donde la palabra y el silencio son dos,
compañeros eternos, bajo el mismo sol.