Berta.

No se muere por amor

No se muere por amor

En un rincón olvidado de la ciudad, donde el concreto y el asfalto parecían absorber los susurros de los sueños rotos, se erguía un viejo café llamado La Esperanza. Las paredes de ladrillo estaban cubiertas de fotos en blanco y negro, retratos de amores perdidos y sonrisas de épocas más felices. Era un refugio para aquellos que, como ella, buscaban un poco de alivio entre las sombras de sus soledades.

Berta se sentaba siempre en la misma mesa, junto a la ventana, donde el sol de la tarde se desvanecía lentamente. Con una taza de café humeante en las manos, contemplaba el vaivén de la vida que pasaba ante sus ojos, ajena a su dolor. En su mente resonaban los ecos de risas compartidas, caricias fugaces y promesas susurradas en las noches estrelladas. Pero ahora, todo eso era solo un recuerdo distante, un espejismo que se evaporaba con cada sorbo amargo que tomaba.

El amor había sido su sol, su guía en un mundo a menudo oscuro. Pero tras el abandono, aquel sol se había convertido en su sombra, una figura que danzaba a su alrededor sin dejar de recordarle lo que había perdido. Berta sabía que de amor nunca se muere, pero de dolor, sí. Y en esa lucha interminable entre la memoria y la esperanza, el dolor se había instalado en su pecho como una sombra permanente, debilitando su espíritu.

Cada día, la soledad se hacía más pesada, apretándole el alma como un abrazo agonizante. En sus momentos de debilidad, buscaba refugio en el licor, convencida de que el ardor del alcohol podía ahogar la tristeza que la consumía. Pero al final del día, no había brebaje que pudiera borrar la sensación de vacío que la acompañaba. La maldad de su soledad se le asomaba por cada rincón de su habitación, transformando su hogar en un desierto donde las flores del amor ya no podían florecer.

Aquí no hay más sol, solo nubes que aplastan mis ilusiones, pensaba, mientras sus ojos se perdían en la lejanía, buscando en el horizonte un rayo de luz que nunca llegaba. Su mente recorría cada rincón de su memoria, entre risas y abrazos, reviviendo el instante preciso en que el amor se convirtió en ausencia. Paciencia o me rendiré, repetía para sí misma, como un mantra que no lograba calmar el tempestivo corazón que, a pesar de todo, aún latía por ella.

Los días se entrelazaban en una monotonía melancólica, y la lucha parecía una batalla perdida. Pero en su interior, la chispa de la vida aún persistía, recordándole que aún había camino por andar, aún había sueños por construir. Y aunque le costaba aceptar que su amor se había ido, quizá alguna parte de ella sabía que, a pesar de la pena, esa llama se negaba a extinguirse.

Quizás un día sanaré, susurraba mientras cerraba los ojos, imaginando algún encuentro futuro en un rincón del universo donde las almas volverían a encontrarse. De amor nunca se muere, decía, aferrándose a la idea. Mientras el café se enfriaba y la noche se cernía sobre La Esperanza, Berta elegía vivir, porque el amor, aunque doloroso, había sido su sol, y en su luz, aún danzaban los ecos de un pasado que valía la pena recordar y la hacía sentirse viva.