Los Ángeles de la Tierra
Los ángeles ya no van al cielo,
se quedan en la tierra,
cubiertos de polvo,
vestidos de negro.
Ya no sueñan con alas blancas,
sino con el peso de cadenas
que cortan su vuelo,
que quiebran su espíritu.
Las escuelas, vacías,
esperan en silencio,
mientras los niños se marchan
a aprender en las trincheras
la lección más cruel
de una sociedad rota,
donde el eco de los disparos
resuena más fuerte
que cualquier verdad.
El gobierno promete,
el clero absuelve,
pero la pólvora
no distingue entre promesas
y rezos silenciosos.
Los derechos, escritos en papel,
se desvanecen en las manos
de aquellos que, en la oscuridad,
luchan por un mañana
que nunca llega.
La Corte Internacional observa,
con ojos de mármol,
los horrores que se despliegan
en cada rincón del mundo,
donde los niños son soldados,
y la guerra es la escuela
que les enseña a olvidar
el llanto de su madre,
el calor de su hogar.
En Nochebuena,
los ángeles no rezan,
los ángeles pecan,
porque en la tierra
no hay cielos azules,
solo campos de batalla
donde la inocencia
se pierde en el fuego,
y la infancia se convierte
en un recuerdo difuso.
Los gobernantes hablan,
pero las palabras se desvanecen
como humo en el viento.
La religión ofrece consuelo,
pero la fe es un lujo
que los ángeles de la tierra
no pueden permitirse.
Porque aquí,
donde la guerra es ley,
la esperanza es una llama
que lucha por no extinguirse,
mientras el mundo gira
en su indiferencia, en búsqueda de una paz lejana.