Creer
es
querer
creer.
—Unamuno.
Siempre.
Siempre una voluntad,
algo que empuja —a mí,
a ti, a tu perra—, algo:
incierto, quiza incorpóreo,
a lo mejor inexistente;
que incita, concita,
excita la curiosidad,
el deseo, el ansia de tener,
o el autoengaño de creer
que se tiene lo que no.
Siempre, algo, ¿etéreo?
Mi hermana, ayer sin
ir más lejos, me llamó.
Fue un rinrín inesperado
que casi desdeño, que casi
no atiendo, que casi cuelgo
dando a ese telefonillo rojo
infierno impreso abajo,
a la izquierda de lo razonable
—le di al verde, al final—,
y me contó algo que le comía
por dentro, no recuerdo qué,
y me limité a acompañarle,
sin aportar nada que la pusiera
en jaque contra sí misma,
sacerdote que tras una celosía
escucha mecánico, deseando
que termines, y, profesional,
resuelve tus resquemores así:
reza cuando salgas diez padres
nuestros y diez avemarías, y tus
pecados volarán a un limbo
ignoto, inventado por venir bien,
al contrario que el limbo virtual
que sí existe, en el que cada día
se pierden mil búsquedas, mil
archivos, mil insignificancias...
Siempre, o casi siempre.
Creer es inventarse un norte,
es ponerse un punto al final
de lo que alcanzas a ver, y así,
ciego, andar hacia allí, vivir
si vivir es hacer algo, si es ir
a algún sitio, no importa cual.
Creo que creo en algo, o en algos,
y en alguien, o en álguienes,
¿o es el amor lo que me hace ver
gigantes donde solo molinos?