Por siglos, el camino yacía en las tinieblas,
las arenas del reloj inmóviles, como guardianes del tiempo.
Hasta que un día, un sonudo emergió de la arena,
guiándonos hacia un paisaje desconocido.
Allí, vimos la noche y el día entrelazados,
como amantes que se buscaban en la penumbra.
Ya no necesitábamos encondernos en las sombras de los árboles,
pues demostramos nuestro amor al sol y a la noche.
En ese nuevo horizonte, las estrellas susurraban secretos,
y la luna, celosa, nos observa desde su trono plateado.
Caminamos juntos, sin miedos ni dudas,
dejando atrás las sombras de un pasado olvidado.
Nuestros pasos resonaban en la tierra fértil,
donde flores de esperanza brotaban a nuestro paso.
El viento, cómplice de nuestro amor,
acariciaba nuestras almas con su suave murmullo.
Y así, en ese rincón del universo,
donde el tiempo y el espacio se fundían,
nuestros corazones encontraron su hogar,
en un amor eterno, más allá de las tinieblas.