En la senda de la vida, los ancianos caminan con sabiduría,
sus pasos, aunque lentos, marcan el ritmo de la experiencia.
Son faros de confianza, en mares de incertidumbre navegan,
y en su mirada serena, la historia de mil batallas se refleja.
Los siervos ministeriales, con su labor silenciosa y constante,
tejen redes de apoyo, invisibles pero resistentes y vibrantes.
Como hermanos confiables, su servicio es un regalo precioso,
que con manos generosas ofrecen, y en su humildad, silencioso.
Agradecemos a Jehová, por su guía y amor incondicional,
por los hermanos fieles que cuidan de la grey, un acto celestial.
¿Cómo mostrar que somos dignos de confianza, una virtud tan noble?
Es en el respeto y cuidado de los demás, donde nuestro valor se doble.
Queremos a nuestros hermanos, sus alegrías y penas compartimos,
y en el equilibrio delicado, su privacidad y espacio garantizamos.
Evitamos el chisme, esa plaga que en la congregación antigua crecía,
como en Timoteo se advierte, de tales actos, nuestra alma se desvía.
No queremos ser aquellos que en asuntos ajenos su nariz metían,
ni ser la voz que susurra secretos que a otros no pertenecían.
Cuando un hermano confía, un asunto personal en nuestro oído,
es un pacto de silencio, un lazo de confianza que ha sido elegido.
Una hermana con problemas, una prueba que en soledad enfrenta,
nos pide discreción, y en ese momento, nuestra integridad cuenta.
Respetar sus deseos, como si fueran tesoros delicados y finos,
es demostrar que somos confiables, en los actos más pequeños y divinos.
Así, en la congregación, se teje una red de amor y respeto,
donde cada hilo es un acto de confianza, un gesto perfecto.
Y en este tapiz de humanidad, cada uno tiene un lugar y un rol,
cumpliendo con honor y dignidad, el mandato de amor más inmortal.