La hice partícipe de mi sed y María al instante me sirvió un vaso de agua, pero para entonces ya había perdido mi sed en el instante, y solo deseaba acariciar sus radiantes mejiyas. En el rojo atardecer iba desvaneciéndose la distancia entre ambos, y nos acercamos a una plenitud casi divina, casi ideal, mientras contemplábamos como la luz de la tarde se expandía y volatibilizaba nuestras diferencias. No sabía si era amor o una conexión fortuita, pero me complacía tanto que confiadamente permití que eya apoyase su cabeza sobre mis muslos. No recuerdo pensar nada con los ojos cerrados en ese instante, ni recuerdo que hubiese tal instante, sino una sensación fugaz de placer infinito. Oía sus latidos y los veía salir en ondas haciendo vibrar el agua y el cristal formando gotas que saltaban al aire y nos mojaban la piel, cuando ya eramos una sola piel, una sola vida latente entre la vastedad de un silencio compuesto de coloridas brisas que nuestras risas convertían en sueños psicodélicos. Y el éxtasis extinguió los fuegos mortales del deseo para sincronizarnos al ritmo vivo de este viento venido del eterno espíritu, y acabamos despertando dormidos y saciados de esos versos líquidos que ahora sí entendíamos y los bebíamos del mismo vaso besándose nuestros dos labios en el acto sagrado del amor: fortuita conexión de instantes desiguales que se sienten a la vez tan latentes como un solo corazón hecho de dos. El Sol de la noche sobre nosotros