Ha comenzado a llover,
en el último día de Agosto.
Estoy a cubierto bajo el alero
del cuarto de cachureos.
El paisaje es triste,
como a mí me gusta:
nubes grises, lluvia tendida suave;
goteras dentro del cuarto,
sin luz, a media tarde.
Las parras tienen brotes nuevos
y los ciruelos flores blancas como ramo de novia.
Una tenca canta alegrando esta lluvia triste;
ahora se suma un chincol y un gorrión
y yo aún no sé
si cantar
o irme a acostar.
A lo lejos suenan máquinas que trabajan sin parar.
Los hombres y las máquinas trabajan sin parar.
Me parece que a nadie más le importa la lluvia.
Al menos hoy.
A esta hora la tierra ya está mojada por completo
En dondequiera que cae una gota
hay un sonido; en una tabla,
en una lata, en una bolsa plástica o en el techo;
también aquí al borde del alero
que no tiene canaleta,
en el suelo, a través de los años,
se ha formado un surco
lleno de gotas marcadas, que suena con la lluvia.
Justo ahora ha cantado un zorzal.
De pronto pienso en las lluvias que he vivido
y en la incertidumbre de las lluvias que viviré.
Ah! Lluvia…, lluvia.
Ahora no salgo a mojarme
como a los quince años
cuando me mojaba entero
y reía
y no huía,
miraba al cielo para mojar mi cara.
No sé si tendré quince años otra vez.
Hay muchas otras lluvias que se me olvidan.
Menos una.
Esa lluvia que me vio besarte y llorarte,
en la noche,
por última vez;
esa lluvia que nació de mis lágrimas
y que lloró conmigo;
esa lluvia que se llevó tu amor al infinito;
esa lluvia que formó un río entre tú y yo;
esa lluvia que ahora
me recuerda tu mirada de lluvia.