Presurosa era su caminata, Alberto miraba hacia ambos lados intentando cruzar la carretera, había desesperación en su rostro, una llamada temprano había recibido cuando apenas se levantaba... un rictus de angustia invadía su ser, sin rasurar, despeinado, pasaba varias veces la mano por su cabeza.
La inesperada noticia marcaría, con seguridad un antes y un después. Nada seguiría igual.
Era el momento de tomar decisiones, y a la brevedad posible. Cualquier tipo de demora podría convertir la realidad en un tormento, y no se lo perdonaría jamás.
Lo que para todos era una simple carretera, como hay miles, para él significaba traspasar a otra dimensión, a otro mundo, algo desconocido… pero no obstante anhelado.
El viejo ermitaño, descansaba en su cubil, el tiempo no era su problema, pero su mente completa de pensamientos, no le permitía conciliar el sueño. Calculó que era el día pactado, no tenía dudas al respecto. Él, su compinche de aventuras, ya debería haber llegado. Una sensación de duda invadió su cuerpo…
Alberto había olvidado el camino, recordaba vagamente un sendero rocoso, cuesta arriba, aunque debía cruzar una parte selvática antes de emprender el ascenso… Su desesperación era tal que se movía nervioso, tenía apenas dos horas para llegar a la cita. ¿Y si no lo encontraba? ¿Y si su madre se había equivocado? ¿Si su llegada era demasiado tarde?
El corazón le dio un vuelco de esperanza al ver que sobre la carretera se acercaba una vieja carreta…
-Buenos días Alberto.
-Buenos días Don Luis.
-¿A dónde vas con esa cara?
-¿Podría llevarme por favor hasta la curva a la selva?-dijo Alberto angustiado.
-Debo darles de comer a los animales, además están cansados.
-¡Por favor! es urgente, debo ver al curandero de la montaña, algo malo va a suceder…
-Ummm, bueno- deja bajo el rastrojo- a ver si los muchachos vienen y lo recogen, arriba pues…
El clop clop de la carreta rompía el silencio del camino…
Lo que imaginó que sería un corto camino, resultó una hora larga en ese precario carromato que los años no habían logrado vencer. Inclusive sacó la cuenta que de haber hecho el tramo a pie no le hubiera resultado más tiempo.
-Aquí me bajo, Don Luis, mucho agradezco su servicial gesto, que tenga un buen día…
-No es nada, muchacho, ojalá llegues a tiempo, y dale mis saludos a tu querida madre.
Y emprendió el ascenso…el sendero le pareció el acertado, apretó el paso y a los pocos minutos ya estaba adentrándose en una maraña de piedras y matorrales, que bastante dificultaban la marcha.
A medida que el tiempo corría, y el visitante brillaba por su ausencia, el anciano terapeuta, amante y sabedor de que el tiempo y la paciencia son los mejores compañeros del hombre, salió a la intemperie, ubicó su escuálido cuerpo a la sombra del legendario árbol que conocía sus rezos y plegarias, y esperó…
Allá a lo lejos venía Alberto, sin más carga que una chamarra que llevaba en la espalda amarrada al cuello, sudoroso, agitado y cansado llegó a los pies del anciano.
-Sábete muchacho- le dijo apenas llegaba a la cima- Desde aquí se puede apreciar el peligro que se avecina. Mira allá a lo lejos, la civilización se acerca a pasos agigantados, rompen el silencio, me queda poca vida, no tengo a quien dejar mis años de investigación...los hongos tienes propiedades fantásticas.
Dichas palabras, en boca de aquel maestro, pues así lo consideraba, fueron con un aviso de atención, para el asombrado Alberto. Miró hacia donde señalaba su guía espiritual, y comprobó que como bien lo expresó, una gruesa e indefinida muchedumbre comenzaba a expandirse a lo largo y ancho del cercano horizonte.
-Te considero mi brújula, indícame mi norte…mis oídos prontos para recibir tus sabias premoniciones, las escucho…
-¡Ven te mostraré unos objetos que guardo desde hace tiempo! Los tengo acá.
Caminaron cuesta abajo, un tramo corto por una angosta vereda,… llegaron hasta una piedra enorme y detrás, en un recoveco pequeño estaba la entrada a un covacha que hacía las veces de hogar. Una mesa pequeña, dos mantas, una piel de cordero, era lo único que contenía el ermitaño sabio.
En una grotesca repisa cavada sobre la misma roca había unos trozos pequeños de roca brillantes… y en unos frascos cristalinos cierto polvo a semejanza de café grisáceo.
-Esto es lo que te quiero dar, es mi tesoro y vale una fortuna, mira… - le dijo al tiempo que le extendía un frasco con polvo.
La cueva estaba magníficamente iluminada con ojuelos que permitían la entrada de luz del exterior.
-¿Qué es esto? ¿Por qué vale tanto éste polvo? ¡No entiendo! …¡Parece tierra!
-No te dejes engañar por las apariencias- musitó el sabio.
-Éste polvo lo he recopilado durante varios años, ¡son esporas!, ¡sí! ¡Esporas de los hongos!, los únicos hongos que pueden curar a los indígenas, los hombres blancos les han traído muerte, son portadores de virus que causan enfermedades a los que ellos, no son inmunes.
Mi tiempo se termina, poco puedo hacer por ellos, estos hongos únicamente crecen en temporada fría y húmeda, aquí no crecerán… necesitas subir a la montaña del macizo de Urucum, y esperar dos meses a que broten, los colectarás y traerás para hacer medicamento… ¿crees poder lograrlo?- preguntó el anciano pensativo.
-Lo intentaré, aunque no tengo ropa adecuada ni equipo para escalar. Pero ¿y las rocas brillantes de que son?
-Veo que te han llamado la atención, así también se las ha llamado a los hombres avariciosos de riqueza y poder, ¡míralas! ¡Es Manganeso!
Ellos vendrán y destrozarán todo, nuestros indígenas su cultura y nuestro suelo…
Alberto guardó los elementos recibidos en una especie de bolsillo que su madre había cocido en la parte interior de su abrigo, agradeció al maestro las indicaciones y las ropas propicias para emprender el camino. Sin perder más tiempo, partió acompañado de un orgullo que desbordaba de su cuerpo, debía esforzarse al máximo para lograr cumplir la consigna; comprendió que tenía en su poder todo lo necesario para rescatar a todos aquellos que el destino hoy ponía el futuro en sus manos.
Camino hasta la cima del Urucum alimentándose únicamente de hierbas silvestres, raíces y pescado seco. Regó parte del polvo cerca del tronco de los hayales, encinos, robles, alcornoques y madroños.
No sabía dónde pudieran darse las condiciones para el nacimiento de los hongos…así que decidió acomodarse cerca de una encina y bajo su sombra hizo su hogar.
Un día escuchó voces raras y observó a mucha gente extranjera que cavaba la tierra, ¡lo que temía!
La montaña ya estaba siendo destrozada por aquellos inconscientes.
El rio Tinto llevaba residuos y materia que mataba a las especies.
¡Había llegado tarde y la naturaleza lo resentía!
Mientras tanto el anciano esperaba y miraba al cielo suplicando un milagro… de pronto un águila dejo caer la chamarra de Alberto cerca de él.
Tomo su bastón y con su cansado cuerpo camino a la cima del Urucum, y encontró a Alberto muerto... ¿por qué no le había hablado de los riesgos al olerlo?
Alberto había inhalado el hedor de los hongos.
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Autores
Lidia Trinidad Sánchez Gutiérrez (México)
Beto Brom (Israel)
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