Berta.

 Vivencias

 
Hoy lunes, me salto el relato sobre Berta para publicar un canto a la paz, que publiqué en un fusionado, a petición de la Señora Abreu, que me pidió muy amablemente que participara en su fusionado, Un canto por la paz, y a la cual estoy muy agradecida por su amable invitación.
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Cualquier atardecer cuando el sol se pone sobre el océano agitado, pequeñas embarcaciones navegan contracorriente, llevando en su interior los sueños y las esperanzas de quienes huyen del caos y el sufrimiento. Estas pateras, frágiles como las esperanzas de sus ocupantes, son testigos del valor desmesurado de quienes han dejado atrás su tierra, buscando un futuro donde el hambre y la guerra no dibujen su destino.
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En una noche estrellada, un grupo de refugiados se reunió en la playa, sus rostros iluminados por la luna. Entre ellos había un anciano, su mirada profunda reflejaba las cicatrices de un pasado marcado por la violencia.
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Mientras la brisa del mar acariciaba sus rostros cansados, comenzó a contar historias de su tierra natal, un lugar que había sido jardín y hogar, pero que ahora sólo evocaba recuerdos de alegría perdidos en la memoria.
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Una vez, este lugar era un refugio de paz, dijo con voz temblorosa. Los ríos cantaban y los campos florecían. Pero las sombras de la guerra llegaron, y el hambre se instaló en nuestras vidas. Nuestros hijos tuvieron que huir, dejando atrás juguetes y risas. El dolor unió nuestros corazones, y la esperanza se volvió un susurro casi inaudible.
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Al escuchar sus palabras, los demás compartieron sus historias. Había una madre que había perdido a su hijo en un bombardeo y un joven que había cruzado montañas y desiertos para escapar del terror. Cada relato, una huella de sufrimiento, pero también de resiliencia. Con cada palabra, tejían un manto de unión, un canto a la paz que resonaba en el silencio de la noche.
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Un niño, con la inocencia brillando en sus ojos, levantó su voz entre el murmullo. ¿Y si todos nosotros juntos construimos un nuevo hogar? Un lugar donde no haya guerras, donde podamos ser amigos y compartir pan. Su propuesta, simple y sincera, iluminó el aire cargado de tristeza. La idea de un mundo donde las diferencias se abrazaran, en lugar de dividir, sembró semillas de esperanza en el corazón de los presentes.
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Esa noche, bajo el cielo estrellado, los refugiados comenzaron a soñar. Con un espíritu renovado, imaginaban un futuro donde las naciones se unieran no solo en tratados, sino en la compasión y la empatía. ¿Y si el verdadero camino hacia la paz mundial no radicara en la fortaleza de las armas, sino en la fuerza de la ternura.
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La solución era compleja, sí, pero posible. Cada país podría abrir sus brazos, no como fronteras, sino como puentes. A través de la educación, el entendimiento y el amor, podrían erradicar las semillas del odio y la desconfianza. El hambre, el motor de muchos conflictos, podría ser confrontado si los recursos se compartieran con generosidad, si cada voz se alzara para exigir que nadie pase hambre.
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Con el amanecer, los refugiados se levantaron con la determinación de llevar consigo ese sueño: un mundo donde las guerras sean solo un eco lejano, donde cada ser humano pueda vivir con dignidad. Comenzaron a levantar sus manos al cielo en un gesto de unidad, un canto a la paz que resonaría más allá de las fronteras, un eco que atravesaría océanos y montañas.
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Así, entre la brisa marina y el murmullo del mar, aquellos que habían sido desterrados de sus hogares encontraron no solo una nueva tierra, sino también un nuevo propósito: ser portadores de paz. Cada sonrisa compartida, cada palabra de aliento, cada acto de bondad se convirtió en un ladrillo en la construcción de un mundo diferente.
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Y aunque los desafíos eran enormes, el grupo supo que, juntos, podían transformar su sufrimiento en fuerza, su dolor en esperanza. Un canto a la paz, resonando en cada rincón del planeta, recordando a todos que, a pesar de las adversidades, hay un camino hacia la reconciliación y la armonía. Al final, el verdadero refugio no se encontraba solo en la tierra, sino en el corazón de la humanidad misma.
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La patera que venía detrás de la que iban mis padres, se hundió con todos sus pasajeros.

En 1988 empezaron a llegar las primeras pateras a Europa, por las costas de Italia y España.