DOS ERAN LOS PIES; UNA, LA MAÑANA,
la fatiga, la urgencia…
Corrían, como dos gacelas que en vez de pezuñas
tuvieran —¡sí!— tacones,
es decir, renqueando; un galope de porcelana
rematado en colegio, en malestar.
Ya allí, los pies, rebuscando niñez entre sus uñas
y sólo hallando la terca insolencia
de un picor familiar,
aceptarían, algo remolones,
las brasas del zapato.
(Hasta que la maestra sucumbiese a la ocurrencia
de entenderlos). Ungidos,
además, con el estigma, tendrían dos opciones:
o rascarse miradas todo el rato,
o, bajo la suela de arena del suelo, exasperar.
Pero antes, esos pies, ennegrecidos
hasta la indiferencia,
corrían —hemos dicho—. Obscenamente.
Como con los talones
llenos de culpa, y mugre, y aún peor, anonimato.
Si supieran que el yugo
de sus traumas lo ha urdido un rastro de malentendidos,
¿dejarían acaso de correr?
Si los dos pies supieran, ¿detendrían, de inmediato,
la soluble pobreza que consiente,
en sus dedos roídos,
recibir como huésped al verdugo?
No: sin agua corriente,
y descalzos… Ahora: como les diera por saber…
La otra luna de la cara (2024)