Christian Cejas

Supongamos

Supongamos que usted,
en un rapto de realidad doblegada
o de cruel fantasía ostentosa,
me conoce.

Que me mira y su piel
se pone en alerta aguardando
el imprevisto aguacero
desnudo de mis manos,
que me escucha y su rostro
ya no es su rostro
sino el prólogo inconcluso
de una finita estadía
en el anverso de las cosas.

Supongamos que,
en ese ocaso irremediable
que arrecia el abanico de los sueños
o en esa temeraria y casi nupcial
entrega a lo prohibido,
usted
me conoce.

Que me roza o me toca
y mis ojos son entonces
un desborde redundante de pupilas
que me destierra del momento
más humanamente inmóvil
para hacerme vivir en un segundo
alguna pequeña muerte.

Que su secreta intimidad
es la única verdad que usted me entrega,

que su espalda no me invita,
me reclama,

que una gota de entusiasmo
pende de su frente
como un estímulo perdido
como una luna en un charco
como un sendero sin pasos.

Porque
-aunque no se pueda saber
en qué desperdicio de tiempo
vagamos usted y yo perdiendo,
o acaso
esperando la vida-
nos sabemos aliados
al sinsentido azaroso
de este hallazgo
que no lo es todavía.

Porque usted juega a adivinar mi nombre
y yo intento dar con el suyo,

porque me arrebata la premura de volver
a ese lugar que aún no hemos creado,

porque sé
que está buscando mi búsqueda,
que escucha
bajo la almohada una risa
sin saber que es apenas un inicio,
un futuro pedazo de mi alegría
que se duerme o se desvela
con usted hasta mañana.

Supongamos que usted me conoce,
que yo también la conozco.
Que nunca los pasados
-esos solitarios bufones del absurdo-
fueron más lejanos,
tan absolutamente lejanos
como ahora
que casi nos estamos acercando,
a pesar de que usted
todavía no me conozca,
y yo no sepa aún su nombre,
pero
supongamos.