Syol *
TRUEQUE
Aquella hora de la tarde, se presentaba lluviosa tras los cristales del Keens Steak house de Nueva York. Desde la surtida mesa, un solemne grupo de ejecutivos alzaba el champagne de sus copas, celebrando el firmado acuerdo con aquella poderosa empresa Alemana. Una hora y media después, el auto de Andrés detuvo su marcha frente al macizo enrejado de una imponente mansión. Tal como sus seis generaciones anteriores, vió un día la luz en aquella amurallada propiedad de los suburbios. Desde la ventanilla del auto, su mano voló a posarse en el metálico panel de la entrada. La pesada reja, le fué cediendo el aire usual de aquellos previos, y siguiendo un sendero de agudos cipreces, penetró la angosta calle de piedras. Rumbo al recodo final, un perfumado mar de flores blancas se tendía a ambos lados de la adoquinada rotonda de la fuente. Bajó del auto con el pesado abrigo sobre los hombros y el negro portafolios colgando de su diestra. A resignado paso, ascendió la empedrada escalinata que le asercó a la gran puerta de roble.
Aquella tarde gris, lejos de la euforia del exitoso acuerdo, Andrés había decidido poner punto final a su existencia. Con gesto ausente subió a la habitación, se despojó del saco y desabotonó sin prisas, la camisa que abandonó sobre el mullido pie de cama. Ya se había quitado los zapatos cuando se aproximó a las cristalinas puertas de un empotrado armario. Durante años, había logrado reunir en aquel mueble una valiosa colección de armas antiguas. Bajo el cruzado acero de dos espadas de duelo, descansaba aquella pieza única, de hoja prominente y filosa. Sintió la imperiosa necesidad de acariciar el repujado mango de oro. Apretó los ojos, ya sin retener aquella lágrima, que tras viajar su rostro, se juntaba con la sangre del abdómen, sangre que resbalando el severo declive de las piernas, desembocaba a borbotones por las desnudas planicies de los pies. La ahogada madera del suelo, tronó bajo la daga desprendida, salpicándole un hilo de sangre a la altura de la rodilla.
La sed castigaba sus labios de seco barro, que ni la misma moción de la lengua alcanzaba humedecer. Sintió miedo, un miedo atroz que le empujó a replantearse lo que había decidido llevar a término. Nervioso, se giró a la mesilla de noche, hurgó los cajones en busca del teléfono y justo en ese instante, desde algún punto de la casa, le sorprendió el lejano timbre. A punto de desfallecer, maldijo la tortuosa escalera que no se atrevió descender. Golpeó entre gritos el suelo ensangrentado. El teléfono insistió tres veces antes de hibernar al fondo de aquel portafolios, aparcado en el recibidor.
La luz de un relámpago hizo parpadear las fibras ocultas de la estancia. Bajo el rugir de los truenos y la lluvia arremetiendo en los cristales, un ruido sordo proveniente del pasillo, delató aquella extraña presencia tras la puerta. La mirada vidriosa de Andrés, siguió con espanto el giro del picaportes. La puerta acabó por ceder, y una torpe criatura de cuerpo escamoso, asomó en la habitación. Aquél era un ser abominable, de afilada cabeza, similar a un reptil. A uno y otro lado del nudoso abdómen, pálidos tentáculos agitaban caprichosas trayectorias. Al andar, su áspera cola arañaba el fino tabloncillo, que iba adquiriendo un residuo humeante y gelatinoso. En algun momento, aquel avance pareció sufrir el ataque de una extraordiraria fuerza, que agazapada en un punto superior, tiraba obstinadamente de aquellos tentáculos. En un sostenido pulso, la voluminosa criatura buscó conectar sus cuatro apéndices inferiores, al suelo ya inaccesible. Se laceró a tirones, sin conseguir liberarse de aquel invisible lazo, que le neutralizó a considerable altura. La extraña sustancia que exhalaba la criatura, terminó sumergiendo la habitación en un manto lechoso. A rastras, Andrés fué retrocediendo hasta quedar de espaldas contra la pared. Desorientado por el intenso resplandor, fijó fuertemente las sanguinolentas manos a la mampostería. Hundido en la densa neblina, escuchó los crujidos de la madera, bajo el tropeloso avance de la criatura, que a escasos pasos le apuntaba un gelatinoso apéndice. Con la mirada ida, Andrés se imaginó ante el pulido acero de una espada, esgrimiendo sobre la faz de la muerte, una estocada a su favor. La imágen terminó arrancándole una estruendosa carcajada, mientras un insano rictus, se dibujó en su rostro lívido, ignotizado por la macabra danza de la criatura. La habitación ya se cubría de sombras, cuando el ruedo de unas alas enormes se le vino encima. Le fué imposible evitar aquellas aceradas garras que ahora le apresaban a vertiginosa altura. Sobrevoló sobre agudas colinas y áridos parajes, hasta descender mas allá de lo que imaginó era el profundo reino del infierno. Un aire gélido, le devoraba con saña en su caída al vacío. Gritó desesperadamente, desgarrado en un esfuerzo que no emitía sonido alguno. Solo el abismo multiplicaba los aullidos del viento. Sintió de pronto un imperioso vértigo, que lo redujo al punto de no poder controlar todo cuanto había ingerido en la copiosa cena. Su intestino segregaba ya un deshecho pestilente, que a soterrada inercia terminó asomando por la faja del pantalón. Parte de sus eses se le incrustaba en la hondura de la espalda, mientras la orina tirada por el viento, flagelaba su rostro en un carril dorado, que trepándole la frente, se internaba en la torturada madeja de su pelo.
En la certidumbre del impacto final, Andrés no podía apartar de su mente las mas horrendas imágenes de su cuerpo, destrozado al fondo del abismo. El curso de la caída sin embargo, ingresaba a un punto capaz de alterar todo elemento asomado a sus dominios: el viento, la temperatura y la misma gravedad, respondían de forma adversa al orden natural de sus fuerzas. Andrés advirtió como los giros y tirones propios de la caída perdían intensidad, dejándole varado en la incertidumbre de aquel insondable espacio. Agitó entonces piernas y brazos, sin recibir una señal externa. Negó repetidas veces con los ojos cerrados por la ira. La oscuridad recortaba el blanquesino banderín de sus dientes, flotando en un contínuo grito, un grito inútil y perdido como él. Se supo entonces en el umbral de un absoluto reino. Allí, nada parecía reclamar la bocanada de aliento, ni el suspiro cursi del apego, ni la risa, ni la queja en el dolor de estar vivo, solo un desfile de antiguas imágenes voló frente a sus ojos. Andrés sintió desdoblarse en algo verdaderamente repugnante. Allá un descompuesto cadáver servía de morada, al traslúcido asomo de una larva de prominente cabeza y alargada funda pulposa. A medida que el gusano reptaba trabajosos círculos, Andrés experimentó el áspero contacto de un tejido, deslizándose a similar velocidad sobre su estómago. Ganando ya la baja espalda, le escaló a los hombros, desgajándose de vuelta al convulcionado abdómen. Presa de la desesperación, Andrés procuró apartar de sí, lo que a oscuras relacionaba con un magestuoso reptil, que a torturantes círculos, navegaba su carne lastimada. Ahogado en llanto, tuvo que reconocer como suyos los giros del gusano.
En tanto un tímido soplo de luz, germinaba en la profundidad de aquel paraje estéril. La débil luz derivó en una espiral resplandeciente, que a vivas rondas desvelaba el suelo oculto en las sombras. Atadas a un remolino lumínico, las finas partículas de luz moldearon una híbrida criatura de plantas membranosas y escarchados hombros. El rostro vacío, buscó en las alturas el pulso de un orbe agazapado. En la transparencia de su cuerpo se avistaba el curvo espinazo, que iluminado bajo el giro de aquellas partículas, desenrrollaba sus vértebras de color amarillento. El extraño alumbramiento hizo retroceder hasta la misma sombra, que pronto se esfumó en la incipiente claridad. A paso trabajoso, la criatura penetró el encumbrado valle, tan rebuscado como colores en la paleta de un pintor. La brisa viajaba del suelo hasta las copas de aquella abundante vegetación, mientras del encumbrado cerro que bordeaba el camino, manaba un cristalino salto que regaba el verde suelo adoquinado. Aquí y allá, le coronaban islas de afelpadas flores, que a razón del aire, parecían permanecer en eterna reverencia bajo el cielo despejado y tibio. La luz de aquel astro absoluto, arreciaba en hombros de la criatura, develando en el rostro afilado por la velocidad, un vago rasgo de Andrés, aquel atribulado Andrés que desapareciera sin dejar rastro, aquella tarde lluviosa al otro lado.