Berta observaba el ocaso desde su ventana, el cielo teñido de naranja y violeta reflejaba su melancolía. Ella sabía que hoy tenía que ser diferente, que no podía dejar que las sombras de la indecisión siguieran adueñándose de su corazón.
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Pero a veces, el amor se convertía en un laberinto inextricable; un laberinto del que temía no volver a salir.
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Él, su amado, caminaba por la calle de enfrente como un espectro en el atardecer. Ambos compartían un secreto que los mantenía atados en esa distancia invisible. Ella le amaba en profundo silencio, una devoción que nunca se atrevería a confesar.
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Él no lo sabía, y cada día que pasaba, se tornaba un eco de angustia en su pecho. La angustia de no atreverse, de no romper el silencio que les envolvía.
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Mientras él parecía perderse en su propio desasosiego, ella aguardaba con el corazón hecho un nudo, deseando que el viento le llevara un susurro de amor en aquella noche que se avecinaba.
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Las horas se deslizaban como corrientes heladas. En aquellas noches solitarias, el viento se convertía en su único confidente. No había murmullos de amor ni rumores de besos; solo la soledad de sus deseos, encadenados a un miedo que parecía crecer con cada amanecer.
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En silencio, sus miradas se cruzaban furtivamente, y entre suspiros ahogados, ella tenía la certeza de lo que nunca podrían llegar a ser. Ella contemplaba sus labios, deseando hacer temblar la madrugada con el roce de un beso robado, pero el coraje se desvanecía entre las sombras de la cobardía.
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Así, sus esperanzas se deshilachaban, convirtiéndose en sueños etéreos que algún día se desvanecerían en apagados recuerdos. Aquellos amores, siempre en pausa, eran como flores marchitas, que nunca florecerían y se rifaban entre sus suspiros llorosos.
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La rutina de la espera ahogaba su ser, su corazón un campo de cicatrices donde aún ardía el eco de un amor que nunca había tenido un homenaje.
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El mar, lejos y sereno, se erguía como un testigo mudo de sus tormentas internas. Cuando la mirada de Berta se perdía en sus olas, veía las huellas del tiempo, recordatorios de los momentos que nunca fueron.
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El horizonte gris se alzaba altivo, y le recordaba que tras la cobardía se escondía un destino. Un destino que a menudo les negaba la vida en aquellos besos que nunca se dieron, en las historias que nunca se contaron.
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Esa noche, mientras la luna brillaba con fuerza, Berta sintió que debía romper el silencio. Pero el roce de una mirada, el sabor de un suspiro, y el eco de sus palabras contenidas la mantenían prisionera en ese laberinto de desamor.
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Ella se convirtió entonces en su propio prisionera, con la esperanza de que en algún rincón del universo se escuchara su lamento, una súplica para que su amor, por fin, tuviera la vida que merecía.