Alberto Escobar

Caraja

 

 

 

Es de una quietud que invita...
Parece como si se amansara el pulso,
ese sucederse constante de una especie de corazón
sobre la ciudad, como una bomba succionadora
y dadora que secuencialmente libera y retiene la savia
que el tráfico necesita para seguir siendo, y un bajo
continuo se hace fuerte sobre el aire afuera, puede
que sean las cigarras palmeando sus élitros 
para darse árnica, el calor empieza a estar y la voz
de una obra —tan típicas en verano— es ya un mantra.
Todavía es temprano y me encuentro bien, aquí, 
escribiendo, y esta mañana, sí, me sobra el reloj
con sus horas para jugar, relajarme, y darme tiempo
hasta que tenga que levantar el campo para la labor. 
No sé qué escribir, la verdad, y me limito, no queda otra,
a plasmar lo que a la cabeza se me viene, sin ton ni son,
y un adormecerme me acomete ahora, como cuando 
acabo de hacer el amor y ella se va, y me quedo pensando
sobre la inmensidad de la ventana, y me entran ganas
de acostarme en el mismo lecho de autos, respirar de nuevo
su aroma ya muerto, rebobinar la película que acabamos
de protagonizar, repasarla para mejorar algún detalle,
volver a rodar algunas escenas...
Voy a parar un poco, unos segundos, apoyar la cabeza
en la mano acodada en la mesa y procurar despertarme,
un café, una tostada, todavía no, quiero seguir escribiendo,
me gusta hacerlo en este estado porque las puertas 
del inconsciente, bajo este sopor, no quedan cerradas 
del todo, y así, por si cae la breva, entrar como Alicia
en un submundo vedado para mí, mágico, de papel, 
donde la gravedad es más lenta, donde me da tiempo
a poner las cosas en su sitio mientras caigo, y de pensar, 
o de dejar suelta la mente a ver a qué parajes me lleva. 
Voy a entrar, y si encuentro algo interesante prometo
enseñarlo —no doy un duro por ello, jajaj—.