Contemplo desde siempre su despedida en ciernes:
quizás alguna lágrima resbale por su cara,
quizás se marche ausente, sin lágrimas visibles,
impávida en su marcha, como una Eliza incólume…
Y envidio su frialdad, quizás solo aparente,
pues he sabido a veces de su pasión ardiente;
en todo caso, envidio su altivez en el porte:
no puedo hacer lo mismo, y acaso disimulo
con mi mirada ausente, y mis ausencias siempre…
Y, entonces, cuando pase el tren de los adioses,
será el descanso cierto para dos almas rígidas
perdidas en el centro de una alborada blanca…
Tendré recuerdos fuertes de tantos días álgidos
que sentiré clavados cuchillos en mis sienes…
Quizás ella recuerde mis ojos apacibles,
o mis abrazos lánguidos en noches sin sentido,
o acaso considere que fueron hechos tristes,
que ocurrieron por fuerza de circunstancias planas…
Y quizás sea cierto…
Será un descanso cierto para su vida extraña,
perderme de su vista, como el recuerdo laxo
de un mal sueño inquietante que transcurrió en mala noche…
Y entonces, en el parque, los niños en las tardes,
se acercarán a verme mientras escucho pájaros:
las cosas más sencillas son las que permanecen…