Lo que dejo de escribir acusa orfandad, sequía mental,
apatía o simplemente realización.
Al margen de la vista o la distancia
al filo de la pluma y la navaja
la tinta duele tanto como la vena,
y mi cabeza llena de precipicios
se resiste a su más florida mentira:
que sus labios vírgenes han intentado pronunciar
solo aquello que se han negado a crear.
Es en todo lo que no dicen y se callan
y en todas las palabras perras que merodean en las esquinas
donde vuela la sustancia gaseosa
de la academia y de mis deserciones
de las expectativas desiertas
de mi seriedad impertérrita
de mi responsabilidad uniforme, exenta de nervio
exenta del ruido fingido del deseo,
del perfume olvidado de cierta distracción.
Solo son palabras idiotas moduladas por un disléxico
limpias hasta del color oscuro de la tinta
cándidas, sin ninguna clase de espesor ni de audacia
prófugas de algún papel en la vida, cruel, llena de intemperie.
Ya ves que este poema es pura carencia,
cuando vuelve aquel ridículo yo solo lo hace para esconderse
para implotar de la pura vergüenza,
solo comiéndose el idioma podría revelarse,
podría validarse ante los demás como la carroña del siglo, como el perro de la noche.
Las imágenes marchan solitarias hacia su ensimismamiento,
cuando vuelven ya no pretenden el deseo de nada,
sino que se limitan a masturbar el silencio de las horas
que no fueron junto a otros que nadie advirtió que existían en su vida.
Si aquel texto, aquella demostración gramatical de autoindulgencia,
tuviese algún destino, alguna geometría, estaría completamente limitado,
sería nada más que la punta invisible de una cima que nadie reconoce.
Así es eso que lo identifica y lo desnuda.
Atragantado de ausencias
nada puede recibir y, por consecuencia, ya nada puede dar.
Nada es todo con lo que cuenta.
Lo único que le resta, a esa amalgama de patetismo y apariencia:
la nada siempre total
de la última verdad implacable.