En el jardín de la existencia, cuidemos la flora de nuestras acciones,
evitando las semillas de discordia que en sombras germinan.
No alimentemos con descuido las raíces de la transgresión,
que en silencio se enredan en el alma, asfixiando la razón.
Con el agua pura de la honestidad, riegue el hombre su espíritu,
y con el sol de la bondad, abrace cada día su ser íntegro.
Que no se embriague de vanidad ni de excesos se alimente,
pues en el banquete de la vida, la mesura es el mejor ingrediente.
Alejemos de nuestra mesa el manjar de la violencia,
y en el festín de los sentidos, rechacemos la obscenidad.
Que no sean las palabras dagas que hieran la conciencia,
ni el eco de la maledicencia el sonido de nuestra realidad.
Vigilemos el jardín de nuestros pensamientos,
desmalezando la envidia, la codicia y el desdén.
Que no crezcan en nosotros arbustos de resentimientos,
ni florezcan en nuestro corazón espinas de desprecio también.
Cultivemos la amistad con raíces profundas y sinceras,
y apartemos de nuestro lado la mala hierba de malas compañías.
Que la prudencia sea la jardinera que en nuestro ser impera,
y la sabiduría, la luz que guíe nuestras horas y días.
Que no nos seduzca el canto de sirenas de la complacencia,
ni nos arrastre la corriente de aquellos que normas no honran.
Mantengamos firme el timón de la propia conciencia,
y en el mar de la existencia, a buen puerto nos conduzca.
Así, en el jardín de la vida, seremos jardineros diligentes,
cuidando cada brote, cada flor, con amor y con fervor.
Y al final de nuestros días, entre aromas fragantes y presentes,
dejaremos un legado de belleza, de paz y de amor.