Berta.

La nieve

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Berta se sentó en el viejo sillón de la sala, el lugar donde tantos recuerdos habían dejado sus huellas imborrables. La temperatura había caído, y el aire frío se colaba por las ranuras de las ventanas, trayendo consigo una profunda sensación de soledad que la envolvía como una manta helada. Afuera, los copos de nieve danzaban en un silencio muelle, cubriendo la ciudad con un suave abrigo blanco, en el que cada sonido parecía extinto.
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El silencio era lo único que permanecía a su lado, una compañía tan pesada y omnipresente que parecía tener vida propia. Berta cerró los ojos y se dejó llevar por un torrente de pensamientos que la arrastraban, como hojas secas en una tormenta de otoño. La nostalgia la abrazaba, envolviéndola en un manto espeso que la hacía sentir más frágil que nunca. A través de la película de su memoria, las imágenes de risas pasadas se entrelazaban con la sombra de lo que había sido y ya no podía ser.
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Las tres sillas de la mesa estaban vacías, un eco de los días en que la casa retumbaba con las vivencias compartidas. Había una vez un hogar repleto de risas, de diálogos animados y de sueños construidos, pero ahora el eco de esas voces se perdía en el vacío, dejando un frío helado en su interior.
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Mientras miraba por la ventana, observó cómo la nieve se acumulaba en los tejados, formando un manto uniforme que cubría todo rastro de vida. La imagen era poética y dolorosa a la vez. Era como si el invierno hubiera decidido silenciar todo lo que había sido, como si cada copo de nieve quisiera borrar la memoria de aquel amor que había sido su refugio, su luz, y que ahora se desvanecía en el silencio.
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¿Por qué, dime tú por qué? susurró Berta al aire, aunque sabía que no había respuesta. La nieve seguía cayendo, indiferente, y ella sentía el llanto ahogándose en su pecho mientras las lágrimas se desbordaban por los arcos de sus cejas, comenzando un camino helado por sus mejillas.
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Un rayo de luz iluminó su corazón en la penumbra, y con él, un recuerdo: las noches en que se acurrucaban bajo las mantas, compartiendo sueños y secretos, pero esa luz era escasa y fugaz, como un destello en la noche. Todo lo que una vez había sido vibrante en su vida, ahora se desvanecía con cada nuevo copo que veía caer a través de los cristales.
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La mente de Berta giraba en espiral, atrapada entre el deseo de recordar y la necesidad de olvidar. Los saltimbanquis coloridos de su infancia ya no danzaban en su vientre, y los recuerdos, en lugar de ser dulces caricias, se convertían en dardos que le atravesaban el corazón. La soledad se sentía inmensa en cada rincón, y el silencio se adueñaba de su ser, un silencio que sabía a despedida.
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Se quedó allí, en su mundo de sombras y ecos, mientras la nieve cubría la ciudad, su alma enredada entre las redes del silencio, añorando el amor perdido y la calidez de una risa que ya no llegaría. ¿Por qué yo... le quise tanto? Se preguntó nuevamente. Pero la nieve caía, y la respuesta se deslizaba en el viento, indiferente, como el eco de su voz.