El ajedrez y los dados
Tenía razón Einstein al decir que Dios no juega a los dados. Se equivocaba, sin embargo, como nos equivocamos todos, al invocarlos como símbolo del azar, pues en puridad no son aleatorios. Precisamente por eso no puede Dios jugar a los dados, pues para él (si existiera un ser omnisciente) su lanzamiento no entrañaría sorpresa alguna, y sin sorpresa no hay juego.
Y ni siquiera hace falta remontarse a las divinas alturas: tampoco Superman podría jugar honradamente a los dados, pues, con sus sentidos agudísimos y su fulminante capacidad de cálculo, podría deducir la jugada antes de que dejaran de rodar. Incluso podría, con su supercontrol, lanzar un dado de forma que saliera lo que él quisiese (igual que algunos prestímanos y tahúres pueden hacer que salga siempre cara al lanzar una moneda).
Para los simples mortales, los dados son un juego de azar porque no podemos calcular ni controlar sus complejas evoluciones al rodar sobre el tapete; pero dichas evoluciones obedecen las rígidas leyes del determinismo. El azar de los dados es solo aparente: es un seudoazar derivado de nuestra lentitud y de la insuficiencia de nuestro conocimiento de las condiciones iniciales (alguien podría replicar que la teoría del caos restablece la aleatoriedad de los dados; sí, pero solo a nivel humano, y esta es una reflexión epistemológica; luego volveré sobre este punto).
Sin embargo, en el ajedrez, inadecuado paradigma de los juegos no aleatorios, sí que interviene el auténtico azar. Su combinatoria es tan inmensa (hay unos veinte septillones —un dos seguido de cuarenta y tres ceros— de posiciones distintas compatibles con las reglas del juego) que la mente humana no puede ni soñar con abarcarla, por lo que no es un juego de estricta lógica, como muchos creen, sino también una actividad intuitiva, creativa, artística. Y donde intervienen la intuición, la creatividad, el arte, interviene el azar. Un azar que serendípicamente suele favorecer a los mejores (como dijo José Raúl Capablanca, campeón del mundo de ajedrez, los buenos jugadores tienen suerte), pero azar auténtico. Porque si existen el libre albedrío y la libre imaginación, la mente intuitiva-creativa-artística no es una mera máquina determinista, y de unas mismas condiciones iniciales no se desprende siempre una misma respuesta. Si de verdad somos libres, ni siquiera un Dios omnisciente podría conocer de antemano nuestra próxima jugada.
Azar y matemáticas
Y si no somos libres, si en última instancia, y a pesar de lo que nos dice la mecánica cuántica, somos máquinas deterministas sumamente complejas (regidas por algún tipo de «variables ocultas» como las que Einstein buscó en vano durante treinta años), entonces el azar no existe en el mundo fenoménico, ni siquiera en esa singularidad fronteriza que es la mente humana: «azar» es solo uno de los nombres que damos a nuestras limitaciones y a nuestra ignorancia. Al igual que la recta unidimensional y los demás entes de la geometría euclídea, el azar solo existiría como concepto matemático, y en tal caso sería más adecuado hablar de aleatoriedad, pues el azar se define en relación con el flujo de las causas y los efectos (precisamente como perturbación de dicho flujo), es decir, en relación con los sucesos, y en el mundo atemporal de las matemáticas no hay sucesos propiamente dichos.
Los dados materiales que sirvieron a Pascal para concebir el cálculo de probabilidades, al entrar en el universo matemático se convirtieron en objetos tan ideales como los sólidos platónicos; objetos que, valga la paradoja, cumplen necesariamente las «leyes» del azar: si lanzamos un dado perfecto un número de veces lo suficientemente grande, cada una de sus seis caras saldrá un sexto de las veces (de lo contrario diremos que el dado es defectuoso); pero estas consideraciones tan «evidentes» encierran una tautología, aunque difícil de percibir, como siempre que las elucubraciones matemáticas se inspiran directamente en objetos o fenómenos reales (por eso la geometría de Euclides pasó por «evidentemente cierta» durante más de dos mil años). Como señaló el matemático y pedagogo francés Joseph Bertrand, el mero hecho de hablar de las «leyes» del azar entraña una contradicción, puesto que el azar es, por definición, la antítesis de toda ley (de ahí las comillas).
El cálculo de probabilidades, como su primogénita la estadística, linda con el ambiguo campo de las matemáticas aplicadas; en el etéreo ámbito de la matemática «pura», la aleatoriedad no tiene que ver con sucesos reales o imaginarios, y se manifiesta especialmente (cabría decir «específicamente») en determinadas secuencias numéricas irreductibles, que no pueden ser expresadas mediante una fórmula o un algoritmo, como los decimales de π (hay secuencias numéricas infinitas que sí pueden expresarse de forma sencilla; por ejemplo, 0,3333…, con infinitos decimales, es igual a 1/3).
Azar y caos
La teoría del caos parece reintroducir el azar en la física macroscópica; pero en realidad los procesos caóticos son deterministas: lo que ocurre es que su extraordinaria complejidad los hace, en la práctica, inabarcables e impredecibles, pues una pequeña variación de las condiciones iniciales puede dar lugar a grandes cambios en el resultado final. Es lo que vulgarmente se conoce como «efecto mariposa»: el aleteo de una mariposa puede provocar una tormenta al otro lado del mundo, reza un viejo proverbio chino, y los meteorólogos han comprobado que, en este caso, una frase poética e hiperbólica ofrece una descripción bastante fiel de la realidad. Y por una de esas coincidencias que fascinan a los esotéricos, el atractor extraño alrededor del cual fluctúan ciertas turbulencias atmosféricas, descubierto en 1963 por el meteorólogo y matemático Edward Lorenz, admite una representación gráfica bidimensional que se parece mucho a la silueta de una mariposa con las alas abiertas.
Un atractor, dicho de forma muy somera, es el estado hacia el que tiende un sistema dinámico, y normalmente admite una representación geométrica sencilla, como un punto (representación de un estado final de reposo) o un círculo (representación de un comportamiento cíclico). Cuando el atractor es muy complejo (por ejemplo, un fractal), se denomina atractor extraño. El atractor de Lorenz es un fractal de dimensión comprendida entre 2 y 3 (es decir, no es bidimensional ni tridimensional, sino algo intermedio; un estado inconcebible para la mente humana, pero expresable matemáticamente).
Orden y caos
El movimiento desordenado e individualmente impredecible de las moléculas de un gas da lugar a un comportamiento global rígidamente sujeto a las leyes de la física y, por ende, predecible, lo que nos permite afirmar a ciencia cierta que si comprimimos un gas hasta confinarlo en la mitad del volumen que ocupaba previamente (sin variar la temperatura), su presión se duplicará. Hay un tránsito continuo, y en ambas direcciones, entre el orden y el caos. Y en la base de todo el devenir fenoménico yace el indeterminismo microcósmico, el inaprensible azar cuántico, que, por lo que sabemos, es el único azar verdadero.
A escala macrocósmica, ni el orden, ni el caos, ni el azar son lo que parecen. A escala microcósmica, sabemos cómo funciona esta desconcertante tríada, y podemos expresar dicho funcionamiento mediante fórmulas y ecuaciones de una precisión y una operatividad sin precedentes en la historia de la ciencia. Lástima que no entendamos casi nada de lo que ocurre ahí abajo.