Berta.

Relojes

 

Hubo un tiempo en que los relojes eran mudos y no marcaban las horas, las puertas abrían hacia mundos alternos y la ventana de la habitación de Berta era el umbral a lo insólito. Desde allí, con los ojos entrecerrados y la mente desbordante de colores, contemplaba el amanecer como un pintor que apenas conoce la paleta. Las formas danzaban al son de una melodía que parecía salir de las nubes, con un ruido sutil que iba más allá de los sonidos diurnos que producen las motos sin tubo de escape que suelen pasar cuando nos dejamos la ventana abierta.
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Un momento de un color entre gris y verdoso, y una esfera azul, del tamaño de un sol imaginario, emergió de entre los círculos y triángulos, chillándole al de la moto, que era un sapo con un solo ojo que parpadeaba con desdén, y de su pupila brotaron rayos de colores: un verde melódico, un amarillo de risa tonta, un rojo gritando verdades prohibidas, tanto que Berta  se quedó traspuesta, empapándose de esa danza geométrica, mientras las nubes, con su aspecto efímero, se alineaban en figuras retóricas, formando orquestas visuales que meaban por donde pisaban, como si el cielo pidiese disculpas por lo  arquetípico y vulgar de la situación.
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De repente, el cielo comenzó a arrugarse y las nubes se convirtieron en un ejército de pelillos flotando alrededor de los relojes huecos esparramados por la mesa, arrugando la piel de los sueños de todos los duendes que se comen los recuerdos. Entre los murmullos del viento, Marcos  apareció, vestido con un disfraz de cebra y con una máscara de pez espada, que le daba un aire de autoridad indiscutible. Se coló en la escena mientras grandes gritos resonaban desde un pulpito gigante hecho de esponjas y tejido de risas. ¡Morirás por tus pecados!, resonó la voz de un verraco, que deambulaba entre los asistentes con un armazón de globos que parecía a punto de estallar y un deformado reloj, colgado de las orejas.
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Berta, aún atrofiada por la confusión, rio y se unió a los juegos. El rincón se transformó en un parque de atracciones surrealistas donde todos eran gallinitas ciegas y coros de betuneros untando de carmín las alpargatas. Las carcajadas se mezclaban con los crujidos de los dientes de los espectadores, temerosos de morderse la realidad por error.
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¡Alguien me mordió las nalgas! Gritó una voz sin dueño, mientras una luna escarlata sonreía tímidamente desde el horizonte. En ese rincón de locura, una pesadilla disfrazada de recuerdo, contaba sus aventuras, dibujando con sus tentáculos formas de frutas y sueños perdidos. Era un narradora compulsiva, gaseosa y llena de energía, que transformaba el aire en historias inaudibles.
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Así se tejía el día, entre risas absurdas y criaturas que se desdibujaban. Mientras Berta miraba por su ventana, comprendía que los colores, las formas y la música que la rodeaban no eran más que la distorsión de su propia esencia. Estaba atrapada en un mundo donde lo surrealista se convertía en lo cotidiano, y donde cada amanecer solo era una invitación a perderse en la locura de su propia imaginación.
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Y así, en un rincón de su mente, la realidad y el sueño se abrazaban, bailando una danza eterna, mientras las formas y los colores seguían jugando con amasijos de relojes rodeados de luz y risas.