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Berta caminaba por la orilla del mar, sus pies descalzos sumergidos en la espuma de las olas que venían y se llevaban sus recuerdos, como si el océano quisiera borrar la memoria de aquellos días felices.
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La brisa marina acariciaba su rostro, pero no podía ahogar el susurro del dolor que llevaba en su pecho. Miraba la línea del horizonte, donde el cielo se encontraban con el agua, preguntándose si ahí, en ese lugar tan distante, podría estar el amor que una vez conoció.
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Marcos también estaba presente, aunque no de la forma en que ambos querían. Sus risas solían resonar en la playa, creando melodías que competían con el murmullo de las olas.
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Pero eso no era más que un eco distante, ahora perdido en el tiempo. Recordaba su voz, suave como el viento, sus palabras entrelazadas con promesas que se desvanecieron con la misma facilidad con la que se disipan las nubes.
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Sin poder evitarlo, Berta se dejó llevar por la tristeza. Con cada paso que daba en la arena, el pasado la abrazaba, dándole calor y al mismo tiempo desgarrándole el alma. ¿Dónde había quedado el amor que la inundaba de alegría?
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Buscó su esencia en cada rincón del universo, interrogando cada estrella en el cielo, cada ola que rompía a sus pies, cada soplo de viento. Pero su búsqueda siempre estaba teñida de desilusión. Por qué, ¿Quién conoce al amor si no es a través de aquellos que han amado?
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Ahíta de melancolía, recordó una tarde dorada en la que Marcos, con sus ojos brillantes como el sol, le había prometido que siempre estarían juntos, que el amor no era un simple juego, sino la más sincera de las realidades.
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Sin embargo, la vida tiene formas crueles de jugar con los corazones, y aquel amor que prometía ser eterno se convirtió en un suspiro perdido entre la bruma del tiempo.
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¿Dónde estás, amor mío? Se preguntó Berta en voz alta, esperando que el viento le trajera alguna respuesta. La soledad que la rodeaba era como una caracola vacía, sin música, sin vida. Era un eco de lo que una vez había sido su mundo. Si tan solo Marcos supiera cuánto lo añoraba, cómo su ausencia se había transformado en un vacío palpable que la seguía a todas partes.
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Cada vez que intentaba recordar sus besos, su risa, su toque, sentía que el peso del pasado le oprimía el pecho, recordándole lo que había perdido. ¡Cuánto por tenerte daría! Pensaba, reviviendo aquellos momentos en los que caminaban juntos, riendo, compartiendo sueños.
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Pero esos días de inocente alegría solo eran una sombra, una ilusión que se desvanecía con cada amanecer.
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Exhalando un suspiro cargado de tristeza, Berta comprendió que el amor, para ella, se había convertido en un artilugio del destino, uno que la había dejado sola en la inmensidad del mar.
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Y, aunque en su corazón aún habitaba un pequeño rincón reservado para Marcos, se dio cuenta de que el amor verdadero no siempre se queda, a veces solo muestra su esplendor para luego desvanecerse en la neblina del recuerdo.
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En la playa, el sol comenzaba a ocultarse, pintando el cielo de colores apagados, reflejando la melancolía que habitaba en su alma. No había respuestas ante sus preguntas, solo el murmullo de las olas y el vago deseo de que el amor que tan profundamente añoraba pudiera, al menos por un momento, regresar a su vida.
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Y así, Berta, con el corazón frágil, dio la vuelta y se alejó de la orilla, llevando consigo la esperanza de que algún día el amor volvería a llamarla, aunque en ese instante, el eco de su ausencia resonaba más fuerte que cualquier promesa.