En la senda de la fe, no hay lugar para el reposo,
ni en laureles de ayer, ni en el hoy silencioso.
Es un viaje sin fin, un constante proceso,
donde el fervor por Jehová es nuestro precioso tesoro.
No es la obra de manos lo que más cuenta,
sino el corazón entregado, la pasión que alimenta.
Es el amor en acción, una llama que no se apaga,
un servicio incansable que a la complacencia reniega.
En Laodicea, el mensaje fue claro y contundente,
la tibieza es un mal, un camino pendiente.
Jesús llamó a despertar, a la pasión encender,
para que el amor por Jehová nunca dejemos perecer.
La lección es eterna, un eco en el alma,
que el entusiasmo perdido se recupere con calma.
Las riquezas espirituales, un tesoro sin par,
son la guía en la noche, el faro en el mar.
No busquemos la vida de confort y pereza,
que distrae y aleja de la divina belleza.
Que las actividades de fe sean la estrella polar,
y en el servicio a Jehová, siempre podamos brillar.
Que el camino sea arduo, pero lleno de amor,
que cada paso nos acerque más al Creador.
Y en la vigilia constante, con esperanza y fe,
esperemos el fin, como quien ve el amanecer.
Porque en la adoración no hay espacio para el desdén,
es un fuego que arde, que nos hace más bien.
Es un llamado a vivir con el corazón en la mano,
y en cada acto de fe, sentirnos más humanos.
Así que avivemos el fuego, la pasión y el fervor,
y en cada momento, demos lo mejor.
Porque en el servicio a Jehová, no hay mayor bendición,
que sentir su amor, y en su obra, poner el corazón.