Berta.

Locura


Berta miraba por la ventana de su pequeña celda, las rejas apenas dejaban pasar la luz de un sol tímido que se asomaba entre nubes grises. Las sombras de su soledad danzaban a lo largo de las paredes acolchadas, como recuerdos de días pasados que ahora parecían lejanos e inalcanzables. Su existencia giraba en torno al eco sordo de quejas ajenas; los lamentos de otros inquilinos del manicomio se filtraban a través de los muros, convirtiendo su mundo en una especie de penumbra colectiva.
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No era que Berta quisiera vivir en ese silencio pesado, pero había decidido que las viejas quimeras que solían visitarla en sueños eran más agradables que las realidades frías que la rodeaban. Cada queja que escuchaba de sus compañeros la arrastraba más hacia un rincón oscuro de su mente, donde añoranzas y tristeza danzaban juntas, susurrando dulces mentiras de un amor que nunca fue. Las paredes acolchadas eran sus únicas amigas, su refugio del ruido del mundo exterior, un mundo que le había sido tan cruel.
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En su corazón habitaban los recuerdos de un amor huracanado, de caricias que se perdieron en el viento. La risa de aquel amante que le prometió un paraíso, la pasión que ardía como el fuego y que se apagó con el tiempo. Aquellos momentos no vividos, los besos que sus labios nunca tocaron, se transformaron en ecos distantes que la asfixiaban. Se sumergía en un mar de memorias, en sueños pesados que arrastraban su alma hacia lo profundo, como piedras atadas a los pies de alguien que se sumerge en la oscuridad.
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Berta se vio reflejada en el espejo de acero empañado de su celda y lamentó, una vez más, que ese simulacro de cristal mostrara una imagen marchita, como un corazón mustio que carecía de la alegría de los suspiros. Se acercó al supuesto vidrio, sus dedos pintaron formas en su superficie, pero cada figura se desvanecía rápidamente, como si tratar de retenerla fuera un acto inútil. 
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En ese instante, comprendió que el destino nunca había tenido la intención de brindarle la felicidad que tantas anheló. Las sombras de su pasado eran las únicas que permanecían fieles, leales en su melancolía.
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Mientras la tarde se desvanecía, el cielo se tornó más oscuro, un espejo de su propio ser. Los días en ese manicomio eran interminables y vacíos, perpetuos como las quimeras que solían visitarla. Berta decidió cerrar los ojos, aferrarse a los ecos de un amor que nunca le tocaría y dejarse llevar por el susurro de las sombras que la rodeaban.

Así, entre soledades, rejas y recuerdos, emprendió otro día sin luz, rendida ante la tristeza silenciosa que había hecho de su vida su única compañía.