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Berta, asomada a la ventana, veía caer las hojas de los árboles en el parque, las hojas danzaban tristes al ritmo del viento, recordándole el amor que había perdido. En septiembre, todo había sido un espejismo de felicidad. Los días se deslizaron dulces, entre risas y caricias, como un río que fluía sin prisa, llevándola a un mundo de ensueño. Su risa, su voz, su forma de mirar. Todo era bello y pleno, hasta que llegó él, el amor de su vida, como un profeta de la felicidad.
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Pero el tiempo, frío y cruel, ha desdibujado esa imagen. En noviembre, el amor que una vez brilló se desvaneció, como las hojas secas que caen al suelo. La melancolía calaba hondo en su ser, arrastraba los recuerdos, rotos, como espejos que han reflejado lo peor de sí mismos.
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¡Maldito noviembre! Pensaba mientras apretaba los puños, tratando de ahogar el dolor que subía como una ola violenta. Un dolor en el pecho que nunca se apaciguaba. ¡Feo desamor y sus noches frías! Gritaba su alma rabiosa. La cama se había convertido en un abismo de soledad, y cada amanecer se tornaba más gris que el anterior.
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Berta pasaba las horas tendida en esas sábanas, que aún conservaban su perfume, mientras su mente repetía las memorias: las promesas susurradas, los planes dibujados con una esperanza desbordante. ¿Dónde está mi amor? Se preguntaba en voz baja, la pregunta resonaba en su hogar vacío. ¿Dónde está aquel que cultivará mi huerto, regando las flores en mi jardín marchito?
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Las paredes, oyentes silenciosos, se alzaban como testigos de su penoso estado. No podía más. ¡Qué alguien ya me ponga, firmes las bujías! Aullaba su corazón herido, deseando fervientemente un alivio, la llegada de alguien que pudiera arrojar luz sobre su existencia oscura.
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Sus días se arrastraban, como sombras ancladas al suelo, carentes de vida y color. Deambulaba por la casa, como un fantasma de su propio ser, sintiendo que el espacio que ocupaba se llenaba de un vacío insoportable. El teléfono no sonaba, la puerta nunca se abría, y cada rincón de la casa redundaba en un silencio sin compasión.
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La metáfora del huerto que una vez floreció en su interior se había convertido en un terreno baldío, sin riego, sin mimo. Mis días son oscuros y negros, se decía una y otra vez, me siento vacía, tan solo un deshecho.
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Cada noche, debía luchar contra sus lágrimas, haciendo de su almohada el puerto seguro de su llanto. Pero el tiempo, indiferente y lento, continuaba su curso, mientras el recuerdo de aquel amor se convertía en un eco distante que apenas lograba retener. En su mente, Berta anhelaba una cosecha de nuevas flores, pero cada vez que cerraba los ojos, solo veía la maleza del desamor que la atrapaba.
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Y así pasaron los meses, y cada estación parecía refrendar su pena. La tristeza se había hecho parte de su ser, una sombra que nunca la abandonó. Pero un día, al mirar por la ventana, un rayo de sol logró filtrarse entre las nubes grises. Tal vez habría una esperanza, un nuevo comienzo. Quizás su huerto, aunque esté en barbecho, podría volver a florecer.
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Con una nueva determinación en su corazón herido, decidió que, aunque el desamor la había marcado, aún existía un resquicio de luz que podría ayudarla a sanar. La vida podía ser difícil y desoladora, pero el anhelo de renacer siempre florecería en su alma. Berta nunca perdió la ilusión ni la esperanza.