Mis hijos, los nuestros
Hay unos cuerpitos,
unas personitas abundantes
ojitos que miran el mundo
como siempre desconocido,
como siempre nuevo al despertar el sol.
Unas cositas blanditas
como de roble nuevo;
astillas de uno que se van haciendo,
que se nos acurrucan
en los brazos,
que se cobijan en los regazos
mientras hacen coraza
y nos ríen,
nos lloran,
nos berrinchan,
nos enloquecen,
nos seducen,
nos aman
sin pudor y sin reproches
así, como soberanos
apoyándose en nosotros
indagando sus cimientos.
Estos organismitos chiquititos
como trenes a la hora del juego
con besos de elefante
rellenos de porqués
y mamarrachos en las paredes
que juzgamos magrittes o rembrantes,
con risitas de colores,
con pensamientos excéntricos;
representaciones espontáneas que nos perplejan
que nos dejan embobados
babeándonos como perros.
Esos sujetitos plenos
que nos sustancian,
intrépidos como marinos,
con energía de usina o río,
resueltos como mula,
optimistas como payasos,
tan chiquititos, tan mimados
que nuestros ojos siempre los ven niños
hasta que un día despertamos de golpe:
el día en que se van a vivir el mundo
con sus propios pies, con sus propias manos
y nos dejan como vacíos los brazos
llenos de añoranzas y fotografías.