Ricardo D. Branj

Mis hijos, los nuestros

Mis hijos, los nuestros

 

Hay unos cuerpitos,

unas personitas abundantes

ojitos que miran el mundo

como siempre desconocido,

como siempre nuevo al despertar el sol.

Unas cositas blanditas

como de roble nuevo;

astillas de uno que se van haciendo,

que se nos acurrucan

en los brazos,

que se cobijan en los regazos

mientras hacen coraza

y nos ríen,

nos lloran,

nos berrinchan,

nos enloquecen,

nos seducen,

nos aman

sin pudor y sin reproches

así, como soberanos

apoyándose en nosotros

indagando sus cimientos.

Estos organismitos chiquititos

como trenes a la hora del juego

con besos de elefante

rellenos de porqués

y mamarrachos en las paredes

que juzgamos magrittes o rembrantes,

con risitas de colores,

con pensamientos excéntricos;

representaciones espontáneas que nos perplejan

que nos dejan embobados

babeándonos como perros.

Esos sujetitos plenos

que nos sustancian,

intrépidos como marinos,

con energía de usina o río,

resueltos como mula,

optimistas como payasos,

tan chiquititos, tan mimados

que nuestros ojos siempre los ven niños

hasta que un día despertamos de golpe:

 

el día en que se van a vivir el mundo

con sus propios pies, con sus propias manos

y nos dejan como vacíos los brazos

llenos de añoranzas y fotografías.