Mi jardín, es un jardín
donde el sol se desplaza con pereza,
donde florecen las rosas
al susurrar la mañana,
y sus pétalos relucen
en un baile de luces y sombras,
con un abrazo de ternura
en el aire tibio de mis desvelos.
Ellas son la elegancia
de un amor que se despliega,
la promesa de un cariño
que, aunque frágil, no se quiebra.
Cada rosa me cuenta una historia
de anhelos, de miradas furtivas,
de sonrisas compartidas,
de corazones que laten al unísono
en la banda sonora
de la sinfonía de mi vida.
Pero entre la belleza,
surgen las espinas,
con su fuerza indómita
y su esencia rebelde.
Punzantes y vivas,
desafían la suavidad de las rosas,
recordándome que el amor
no es solo dulzura y calma,
sino también espinas
que me hacen sentir,
que me hacen crecer.
Cada roce con la espina
es un recordatorio
del deseo y la pasión,
del ardor que me consume
con llanto en el corazón.
En mi jardín de contrastes,
florece un amor sin reservas.
Las rosas me susurran palabras de ternura,
mientras las espinas me enseñan a ser fuerte,
a abrazar la dualidad de mi yo
entre las cuatro paredes
del manicomio de la existencia.
En la unión de estos dos mundos,
encuentro el motivo que alimenta mi alma:
amar con valentía, sin miedo a los rasguños,
sin renunciar a la belleza que me rodea,
sin renunciar al impulso que me guía.
Así, celebro cada encuentro
entre mis rosas y sus espinas;
un amor que se nutre
de la fragilidad y la fortaleza,
que se enfunda en la complejidad de lo real,
donde la dulzura y la picazón se entrelazan,
regalando vida a las emociones
que arden en las copas de mis pechos.
Porque, al final,
en mi jardín personal,
el amor es la rosa que florece con el día
y la espina es la pasión
que desafía en la noche,
una danza eterna que florece
entre la luz y la sombra
que nos promete el amor.