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Berta se encontraba sentada en el borde del río, con los pies descalzos sumergidos en las aguas dulces que corrían como las historias que alguna vez habitaron su corazón. Observaba cómo el sol comenzaba a ocultarse tras las colinas, tiñendo el cielo de un melancólico anaranjado, mientras su mente se llenaba de recuerdos.
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El viento susurraba entre los árboles, trayendo consigo ecos de risas pasadas, de promesas que se habían perdido entre las corrientes de la vida.
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Recordó que hubo en su mar marineros de aguas dulces, sí, pero aquel mar había sido un océano de ilusiones y sueños que, como barcos de papel, se habían hundido en su propia fragilidad. En sus venas corría un río de amor que se había vuelto turbio por la falta de palabras, un amor que naufragaba entre tormentas inesperadas.
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Recordaba cómo, en esos días de primavera, las golondrinas volaban bajo, creando un manto de alegría donde ella y Marcos solían encontrar refugio. En el albor de su romance, los besos eran su idioma, pero poco a poco, las palabras fueron quedándose atrás, deslizándose silenciosamente entre los dedos de una relación que ya no sabía cómo persistir.
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Cabalga al galope el desamor, pensaba Berta, mientras el jinete de la tristeza cobraba fuerza en su pecho. ¿Cómo era posible que el amor, siempre tan poderoso y vibrante, ahora se sintiera tan distante, tan frío?
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Las batallas que alguna vez había librado con sus labios, armados con la urgencia de expresarse, parecían simples cuentos que se contarían a sí mismos, perdidos en la penumbra del olvido. Se preguntaba: ¿Cuántas veces había dejado escapar un te quiero en silencio, solo por miedo a perturbar la paz de un amor que había dejado de serlo?
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Se levantó, con el alma desgarrada, y caminó hacia la higuera, donde la savia de la ilusión había brotado en un tiempo que ahora parecía tan lejano. Allí, entre las ramas que se mecían suavemente, pensó en las palabras que nunca dijo, los susurros que se desvanecieron y los sueños que se marchitaron.
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Se dio cuenta de que el amor también necesitaba flores, pero sobre todo, necesitaba palabras que florecieran en el aire, que contaran historias, que llenaran de luz los rincones oscuros de sus corazones.
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A veces, los corazones se encierran en un laberinto de incomunicados, reflexionó Berta, sintiendo que el eco de sus pensamientos se replicaba en su pecho, rompiendo su ser en mil pedazos.
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Lo que había empezado como un amor vibrante se había convertido en el eco de un suspiro, un amor ahogado en la rutina, en la dejadez de no pronunciar las palabras que podrían haberlo salvado. Las brevas de la higuera ya no tenía el mismo sabor, las golondrinas habían volado lejos y el fuego que una vez la excitó ahora se había convertido en cenizas frías.
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La desolación invadía todo su ser, y una lágrima resbaló por su mejilla como el río que tenía frente a ella. Que nunca falten las flores, ni tampoco las palabras, le susurró al viento, deseando que su lección, tan dura como el mismo amor, se incorporara en sus memorias.
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Mientras el último rayo de sol se desvanecía, Berta se dio la vuelta y comenzó a caminar, llevando consigo el peso de un amor perdido, pero también la esperanza de que algún día, en algún rincón del mundo, las palabras volverían a brotar como flores en primavera.