No es bueno sufrir
pero sí haber sufrido.
—Agustín de Hipona.
Tengo que entrar en él.
Tengo que hacerlo, sin alternativa,
la conveniencia salir me aconseja,
huir de su inmediación seduciente,
de su poderoso ángel que me atrapa,
que me ata las piernas haciéndolas
inútiles, y lo peor es que el corazón
—que poderoso golpea— es pajarillo
preso, sin escapatoria.
Pienso con rabia que si el huir
quiero exitosa, debo, en mi contra,
entrar en él, profunda, plena, y habitar
el último rincón de sus rincones, gritar
el amor corriendo mis venas, arriesgar
quedarme atrapada entre sus hilos,
entre la trama que su verbigracia lanza
sobre la superficie osea de mi cráneo,
y no salir en la vida, nunca, tal si fuese
una Eurídice presa de la umbral torpeza
del mayor melómano de los melómanos,
Orfeo, y llorar mi impaciencia eterna
mente opaca a segundas oportunidades,
ya definitivamente incorregible.
Quiero salir de él, despegarlo constante
de mi continuo pensarle, y, por mero arte
de paradoja, disolverme en su linfa, vivir
cada uno de sus absurdos hasta ser siendo
uno de ellos, y una vez sorbida, saboreada,
arrancarme la piel desprendida a tiras
del veneno de su encanto, de su gracia,
de su talento, de su alegría, y correr campo
a través hasta saberme a salvo, exonerada,
libre, autónoma, con una capacidad de juicio
digna de exhibirse en cualquier tribuna
de cualquiera de los mentideros del pueblo.
Quiero salir, pero sin entrar hasta el tuétano
de lo imprevisible no es posible —y sí quiero—.