En la corte celestial, el juez supremo observa,
con ojos que todo lo ven, corazones descifra.
No hay secreto alguno que a su saber se esquiva,
ni hay alma que oculte su verdad más íntima.
Conoce las leyes, las escritas y las tácitas,
las de los hombres y las que rigen los astros.
Su balanza pesa con justicia y sin tácticas,
y su veredicto resuena como un claro canto.
No solo lo aparente su juicio determina,
sino que en lo profundo de la psique se adentra.
Cada hilo del ser, cada causa y cada quimera,
ante su mirada, se revela y se presenta.
El ADN, la crianza, el entorno, la mente,
son factores que considera en su sentencia.
Nada escapa a su análisis, es omnisciente,
y su perdón surge de la más pura clemencia.
Jehová, el juez, en su trono eterno se asienta,
con sabiduría que a los tiempos trasciende.
Su juicio es amor, su ley es siempre perfecta,
y en su divina justicia, el amor se extiende.
Así el buen juez, en su divina tarea,
conoce a fondo la ley y el corazón humano.
Distingue el bien del mal, la luz de la sombra,
y en su infinita gracia, nos toma de la mano.
Porque no hay juez más justo que el Creador,
que ve más allá de lo que el ojo alcanza.
Y en su vasto universo, lleno de esplendor,
nos guía con amor, nos brinda esperanza.