La serenidad verde de las hojas sueña con abrazar
la lámpara del mar, como un roce suave y persistente
que busca iluminarse en la resonancia de su murmullo
o en los tentáculos de un calamar sublime,
bañados en pétalos de claridad cotidiana.
El sendero perfecto junto al mar es el ombligo de su penumbra,
evocando presagios en fragmentos de olvido estridente;
oscuridades en letargos de sombras;
enigmas sobre la espiga delgada y veloz,
donde se pierden en la espesura de la noche,
y las voces albergan la razón de la risueña hojarasca.
La memoria apagada del camino es la extravagancia
de un velero mágico en alta mar,
recuerdos que se deslizan libres
a través del tiempo, navegando y mostrando sus visiones,
llevándonos de un rincón a otro.
La curva de su rostro recoge fragancias transfiguradas
que se han desvanecido con el paso del tiempo,
dejando objetos olvidados junto a miradas de dudas fugitivas,
atesorando adioses que se fragmentan en el fuego sepultado
de mis sueños,
reflejándose en el río serpenteante de antojos pasionales,
devorando el momento en destellos voraces de verdades inciertas.
A veces, el sendero de luz placentera regresa, trayendo consigo
paisajes, edades, vestigios y, al final, la gloria de las aguas absortas.