Miguel Ángel Miguélez

Del pino milenario son las ramas

 

 

 

Del pino milenario son las ramas

resecas, sus acículas suicidas

en la sombra presencian una orgía

de vientres sin espejos. Tienen hambre

y nadie les invita. Soledad

y miedo rutinarios. Cuatro gatos

panza arriba vomitan su pelusa

y arañan la pared llena de sangre

al filo de la acera que se rompe

por un pedazo amargo más de carne

podrída hasta la médula. Si fuera

ficción se acabaría, pero no;

el sueño continúa en pesadilla

y no despertará sino a una hoguera

de muerte y destrucción bajo la boca

de la caverna en la que siguen todos,

pues ya no hay mitos ni filosofía

y menos pensamiento; solo risas

de aquellos que dirigen la matanza

brutal desde la esquina sin mancharse

las manos mientras mueven sus peones

en una atroz partida de ajedrez

donde venden la paz a manos llenas

de armamento. Sus balas no se esquivan,

se compran en rebajas, lentejuelas

y oropeles. Y todos van detrás

de las últimas gangas del mercado

de la muerte. Descubren con descaro

que el nudo se les cierra en torno al cuello

y aprietan más aún en su locura.

Los ojos no se paran, aceleran,

evitan mi mirada adversativa,

quizás también mis pintas y mi mugre,

y al ver allí el reflejo, cara a cara,

alguno su limosna gris me deja

en cargo de conciencia de las flores

marchitas del ayer, cuando era joven

y todo nos quedaba muy lejano.

Lo conozco, fui yo una vez así,

y espero que los hombres se den cuenta,

antes que sea demasiado tarde,

que aquello que nos mueve hacia adelante

camino de la luz es el amor

por los demás y que las muchas trampas

que acechan hasta allí son todas nuestras;

que humana condición es el engaño

y el dejarse engañar, hasta aprender

de los muchos errores de la vida

las veces que así fuera necesario.