Del pino milenario son las ramas
resecas, sus acículas suicidas
en la sombra presencian una orgía
de vientres sin espejos. Tienen hambre
y nadie les invita. Soledad
y miedo rutinarios. Cuatro gatos
panza arriba vomitan su pelusa
y arañan la pared llena de sangre
al filo de la acera que se rompe
por un pedazo amargo más de carne
podrída hasta la médula. Si fuera
ficción se acabaría, pero no;
el sueño continúa en pesadilla
y no despertará sino a una hoguera
de muerte y destrucción bajo la boca
de la caverna en la que siguen todos,
pues ya no hay mitos ni filosofía
y menos pensamiento; solo risas
de aquellos que dirigen la matanza
brutal desde la esquina sin mancharse
las manos mientras mueven sus peones
en una atroz partida de ajedrez
donde venden la paz a manos llenas
de armamento. Sus balas no se esquivan,
se compran en rebajas, lentejuelas
y oropeles. Y todos van detrás
de las últimas gangas del mercado
de la muerte. Descubren con descaro
que el nudo se les cierra en torno al cuello
y aprietan más aún en su locura.
Los ojos no se paran, aceleran,
evitan mi mirada adversativa,
quizás también mis pintas y mi mugre,
y al ver allí el reflejo, cara a cara,
alguno su limosna gris me deja
en cargo de conciencia de las flores
marchitas del ayer, cuando era joven
y todo nos quedaba muy lejano.
Lo conozco, fui yo una vez así,
y espero que los hombres se den cuenta,
antes que sea demasiado tarde,
que aquello que nos mueve hacia adelante
camino de la luz es el amor
por los demás y que las muchas trampas
que acechan hasta allí son todas nuestras;
que humana condición es el engaño
y el dejarse engañar, hasta aprender
de los muchos errores de la vida
las veces que así fuera necesario.