Berta.

Nostalgia

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Berta estaba sentada en el balcón, un refugio que una vez había sido testigo de sueños y susurros. El viento que ingresaba por los barrotes  parecía traer consigo ecos del pasado, recortes de memorias llenas de fragancia a magnolias y risas que resonaban en las tardes serenas. 
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Hoy, ese mismo viento era portador de un frío invernal que la envolvía y la hacía sentirse más sola de lo que había estado en mucho tiempo.
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Llevaba días sin poder rastrear el camino de sus pensamientos, atrapada entre la bruma de los recuerdos que a cada instante se presentaban ante ella, desgarradores y dulces a la vez. Allí estaba, de nuevo, la imagen de él, con su risa cálida como el sol de verano, llenando cada rincón de su vida con palabras de amor y promesas eternas. 
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Su último beso había sido un adiós que aún se manifestaba como una sombra temblorosa en sus labios, escondido tras cada lágrima que se escapaba de sus ojos.
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¿Qué daño pude hacer yo, si solo supe quererte? murmuró, consciente de que la vida no otorgaba respuestas, ni consuelo a su quebranto. Sin él, el mundo había perdido su color, su brillo; las golondrinas que solían anidar en el balcón se habían marchado, llevándose consigo las melodías del amor y el eco de la felicidad. 
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A veces, Berta se preguntaba si eso había sido un mero capricho de la naturaleza o un cruel designio del destino, pero un susurro le respondía que Bécquer había mentido: aquellos que se van rara vez regresan.
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Las magnolias, antaño protagonistas de su pequeño reino de amor, habían marchitado, dejando su aroma relegado al olvido. Ella miró el jardín muerta de tristeza, los geranios se habían olvidado de florecer, y todo lo que había sido vibrante y vivo se había convertido en polvo. Era un lugar vacante, un nido que un día había sido cálido y pleno de afecto, ahora era solo un reflejo de la desolación.
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Así, se sentó en la frías baldosas del balcón, dejando que sus pensamientos se desnudaran; el dolor de la pérdida la consumía, la llenaba de un vacío que nunca antes había conocido. ¿Por qué te fuiste, mi amor? Preguntó al aire, sabiendo bien que no habría respuesta. El eco de su propia voz le resultaba ensordecedor; la soledad se había hecho su compañera, y con cada palabra se sentía más atrapada en la telaraña de su nostalgia.
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La hierbabuena, que una vez había sido testigo de sus caricias, ahora lloraba en silencio. A Berta le pareció que todo a su alrededor la miraba con ojos cansados, con compasión, como si el propio universo se hubiese manifestado para recordarle la cruel verdad: que estaba sola. No había palabras de consuelo para un corazón roto, no había batallas que librar, solo un inexorable silencio que la rodeaba.
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Así pasaban los días, uno tras otro, llenos de ese vacío que parecía aumentar. La vida continuaba en lo superficial, pero Berta, atrapada en sus recuerdos, lloraba la pérdida de lo que una vez había sido su razón de ser, mientras las sombras de lo que alguna vez fue su amor se deslizaban silenciosas por la habitación. 
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En algún rincón del alma, aún guardaba la esperanza de que algún día, tal vez, volvería a sentir el calor de aquel amor, pero la realidad la mantenía prisionera en una estación de tristeza interminable.