LOS DOS OJOS
Aquella cañada de alta montaña
albergaba una llamativa verdad superficial:
algunos litros de agua
formaban en superficie poza, estanque,
un ligero hundimiento del terreno
lleno de agua,
y con una o dos carpas gruesas y brillantes
que se dejaban ir hasta el fondo
la mayor parte del tiempo,
que nadaban por este limitado espacio
siempre
aunque con cierta holgura y despreocupación.
Que dibujaban, bajo el peso del agua transparente,
pausados quiebros y requiebros,
que giraban sobre sí y repetían,
todas las veces,
el mismo o muy parecido itinerario.
Dos carpas
nadaban dentro por separado, se turnaban en el monótono
ejercicio de entretener la vista del ocioso paseante dominical.
La gravilla del camino
se quejaba a veces bajo el paso de los pesados automóviles
o chirriaba agresiva
cuando, los domingos, patinaban
las ruedas de los ciclistas.
El borde de cañas delimitaba con precisión el hoyo grande
que contenía el líquido estancado, pero no era eso lo mejor,
lo realmente llamativo era que,
por allí cerca, se abría
también otro laguna minúscula,
otra poza profunda y reluciente.
Como si la corriente
pasase subterránea de una poza a la otra,
como si volviera a aflorar en otro ojo.
Para este tipo de terreno, un gran charco
permanente
es todo un caso;
pero ¿dos casi juntas? es como si lo hubieran planificado
los propietarios de la finca.
Por allí yacía un monstruo
de cabeza gigante y con dos ojos brillantes,
y con una lengua
que se alargaba difusa por en medio del desfiladero.
Que, desde una vista panorámica,
desde lo alto del cerro más próximo,
podíamos ver deslizarse en dirección a la localidad.
Gaspar Jover Polo