Otxamba Quérrimo

El lenguaje de la lluvia


     NO RUJAS. OLVIDA,

susurraba la vida a mi hoyente corazón.
     Ningún «¡Alto!» detiene el desfile de los días.
     No rujas. Olvida.

Mas cómo olvidar lo que fue 
revolcándome en lo que queda:
sueños que eructan cenizas,
esperanzas sin voz,
emociones que hibernan.

     No rujas. Olvida.

¡Ya quisiera yo olvidar!,
mas por más que despiojo mi mnemofonía,
por más que me fermento en vacuidad,
ni la plenitud es olvidable, 
ni los dones, 
   reglas, 
      mitos, 
         fallos, 
            soles, 
               lágrimas 
                  y siglos, 
                  envainables
                  en una amnesia tonal.

     No rujas. Olvida.

¿Olvida una sombra la luz que la amamanta? 
¿Olvidan los gorjeos de la aurora 
quién compuso sus baladas?
¿Acaso los melocidas olvidan?
¡Cómo podré entonces olvidar yo!

     No rujas. Olvida.

¡Oh, vida, regálame cómo!
Allí donde escucho recuerdo. 
Allí donde callo retumbo. 
¿No comprendes? 
Para alimentar al mundo,
sembré en un ayer mis oídos.
(Qué débil la simiente.
Qué estéril la impaciencia).
Al cielo le florecieron canas; 
al pentagrama, silencios.
Nada más floreció. Nada.
Ni siquiera ruido. 

     No rujas. Olvida.

¿Y si no?
¿Y si desoxido mis dedos?
¿Y si los reafino en aquella apóstata ilusión, 
en aquel caduco eco?
¿Involucionaría acaso?
¡Que me esputen otra opción!
¿Crecer? 
¡No quiero! 
Quiero crecer como quiera, no como crezco.
¿Cambiar?
¿A qué? 
¿A un filófono mudo?
¿Sufrir?
¡Ya sufro!
¿O no es sufrir deshuesar esfuerzos,
apadrinar fracasos, 
carcomer las sendas indelebles de los gustos?
¡Infausta fórmula para olvidar ésta:
extirparse un talento 
de modo que creciendo, cambiando y sufriendo
llégueselo a repudiar!
¡Ay, si extirpable fuera…!
Si extirpable fuera
meloplejiaría al fin mi ego.
Si fuera extirpable
no tendrían las musas bozales,
ni mis vísceras miedo.  
Con lo cual, 
sólo resta rugir.
Ni crecer, ni cambiar, ni sufrir;
rugir,
tapiar con rugidos
el «yo» que ordeñaba reflexiones al sonido, 
el «yo» que ordeñaba sonidos reflexionando,
presenciando sentir. 
Sin el indulto del olvido,
aunque aflija aceptarlo, 
sólo-resta-rugir.

Y rugiría…

     No rujas...

… pero con los pulmones de la tierra…

     No rujas...

… y no con el trémulo trémolo de mi memoria…

     No rujas...

… ¡y no con un factible arrepentirme que me aterra!… 

     No rujas...

… ¡y no con la guitarra afónica! 

          … Olvida.

¡De acuerdo!

Pero antes… ¡alto! ¡Alto! ¡ALTO!, rugí yo.

Razón tenías:
ninguno detuvo el desfile de los días;
el «hoy» es tan nómada como ellos,
igual de irretenible,
igual de resbaladizo y conspirador.
Y aun así,
(¡cuánto he de admitirlo!)
yo olvidar ni sé ni puedo.
Mientras mis tímpanos trepiden,
con poco que vocalicen los truenos, 
el ritmo de la magia, incomprendido,
me acosará,
desacompasando lo decidido.
Por eso sólo resta rugir;
no hacia algo, hacia adentro.
Por eso apianaré tus consejos, 
y junto a mi corazón, 
mi corazón susurrado, 
mi corazón euterpino, pluvilingüe, 
mi corazón, 
autoincapacitados ambos para cantar, 
rugiremos. 



La otra luna de la cara
(2024)