Luis Renedo

Miedo en prosa

En ese momento, alcé la mirada y vi frente a mí un mundo maravilloso que me rodeaba. Sentí el cálido abrazo de una mañana despejada y la tranquilidad que fluía ante mis ojos; o el cobijo frío, pero sereno y sin maldad, de una nube que caía suavemente sobre mí. Dejé de mirar al suelo, dejé de temer… y empecé a admirar la simple y profunda belleza que estaba justo frente a mí: el polen del árbol, tan alto y viejo, que caía sobre mi cabello dejándolo blanco, la leve caricia del sol y el aliento del mundo, como el suspiro delicado de una doncella. Dejé de temer mirar a los ojos mi propia vida.

No hay nada especial en mí, no soy nadie con un destino extraordinario; solo soy como un leño corroído y mohoso que el río arrastra hacia un mar inmenso. No tengo nada de especial, pero a través de mi temor, pude ver los ojos de alguien conocido. Antes dudaba de la existencia del amor —un amor profundo, sincero y desinteresado— y me di cuenta de que solo puede existir si está en mi corazón.

Temía. Caminaba por la acera mojada observando únicamente el piso, porque no era capaz de mirar hacia adelante. No quería ver sus ojos, ni aceptar mi existencia efímera e insignificante ante un universo infinito. Pero comprendí que el enemigo le da sentido a nuestra existencia; el enemigo es un amante incomprendido, a quien más amamos porque es quien más nos importa. Y descubrí que mi propio enemigo, aquel que me tenía asediado y encerrado, era mi miedo… mi propia vida.

Al darte cuenta de la verdad, la aceptas y la amas; es entonces cuando te vuelves valiente, como quien no teme despertar y ver, a través de su ventana, el cúmulo infinito de maravillas que hay tras ella. Cuando eres valiente, puedes ver a través de sus ojos. Cuando entiendes que el absurdismo de tu vida es tan ilógico como la idea de querer terminar con ella, empiezas a amarla de verdad.

Antes odiaba mi vida, pero ahora sé que ese odio era, en realidad, el amor que estaba en mi corazón, encerrado en una cáscara dura como la de una nuez. Antes me odiaba… me odiaba porque no podía ser perfecto para mí mismo, pero entendí que ese odio era en verdad preocupación y amor, un amor genuino y desinteresado. Cuando te atreves a mirarla a los ojos, comienzas a amar. Amar a los insulsos, amar a los que defraudan, amar a aquellos que parecen no tener ni una pizca de amor en sus corazones.

No tengo nada especial en mí, no soy más que un hombre perdido en un mundo que a veces parece frío y sucio. Pero cuando miré sus ojos, me enamoré como si fuese la mirada de una madre a su bebé recién nacido. Miré sus ojos, y no eran fríos, ni opacos; eran perfectos, y los amé.