Escribir un poema es como elevar una súplica al cielo en la oscuridad de la noche, esperando que el milagro de la inspiración descienda y toque nuestra existencia.
Es un anhelo profundo, un deseo íntimo que ansía llenar el vacío de nuestra soledad con la presencia de lo intangible.
Son palabras que, al ser pronunciadas, acarician el alma y despiertan un estremecimiento suave en el corazón.
Cada sílaba parece un susurro que se posa sobre nuestros labios, trayendo consigo una emoción que no se deja atrapar, un sentimiento que invade sin previo aviso y guía nuestras manos a la página en blanco.
El poema, aun en sus momentos más tristes, transmite una esencia pura, un reflejo de nuestro ser más íntimo.
Las palabras, como fantasmas de un sueño, evocan sensaciones que escapan a la razón y a la medida, sumergiéndonos en un mundo donde la libertad de escribir se convierte en el eco de lo indecible.