En el silencio de la oración, donde las palabras se elevan,
con reverencia se pronuncia el nombre que todo lo abarca.
No es un susurro entre amigos, ni charla de pasillo,
sino un diálogo sagrado, con el respeto debido.
Como Isaías, ante la visión de un trono celestial,
donde la santidad de Jehová se despliega sin igual,
o Ezequiel, que en su carro vio la divinidad,
rodeado de colores, en majestuosa claridad.
Daniel, en su visión, contempló al Anciano venerable,
con vestiduras de pureza y un trono inquebrantable.
Y Juan, en su revelación, vio el arcoíris resplandecer,
alrededor de un trono esmeralda, donde la justicia puede florecer.
Cada profeta, en su momento, fue testigo de la grandeza,
y en sus palabras nos dejaron su visión y su certeza.
Nos enseñaron que al orar, es menester la reverencia,
pues hablamos al Creador, con humildad y obediencia.
La oración no es solo pedir, ni un mero recitar,
es un encuentro con lo divino, un momento para meditar.
Es reconocer la gloria, la misericordia, el amor,
y en cada palabra, rendir al Creador el honor.
Por eso, al elevar nuestras voces, sea en público o en soledad,
recordemos la santidad de Aquel que en el trono está.
Que nuestras oraciones reflejen el respeto y la dignidad,
de quien nos escucha siempre, con infinita bondad.
Que no se pierda en la rutina, el asombro y la emoción,
de poder hablar con Jehová, fuente de toda creación.
Que cada palabra sea un eco de gratitud y devoción,
y que en nuestro corazón, resuene su santa canción.
Así, con cada oración, renovamos nuestro compromiso,
de seguir el camino de fe, con paso firme y decidido.
Y al meditar en su gloria, en su poder sin comparación,
llenamos nuestro espíritu, con su eterna inspiración.
Que nunca olvidemos, en nuestra comunicación,
la magnificencia de Jehová, su eterna posición.
Y al orar, hagámoslo con la más profunda admiración,
pues es un honor divino, una sagrada conexión.