Berta.

El espejo



Berta se despertó en su habitación, cuando la primera luz de la mañana se deslizó tímidamente por las cortinas polvorientas. Cada rayo de sol que se colaba parecía un recordatorio injusto de lo que un día fue su vida, ahora marchita y vacía. 
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Miró fijamente al espejo; la imagen que le devolvía el reflejo estaba empañada por una tristeza que no podía borrar. En ese cristal, no sólo se reflejaba solo un rostro ajado, sino también un oscuro reflejo de la vida que había perdido y los ecos lejanos de las risas que una vez llenaron aquel hogar.
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El amor se deslizó de su vida como arena entre los dedos, y aunque su alma se había forjado con la dureza del roble, la herida del desamor dejó una cicatriz que nunca podría desvanecerse. Durante mucho tiempo, había creído que la tristeza era una opción lejana; que la firmeza podía ser un refugio ante el dolor. 
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Así empezó su resistencia, conteniendo el oleaje del amor marchito, como un barco que navega en un mar en calma, pero amenazado por tormentas invisibles.
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Salió a recorrer las calles de su pueblo con paso firme, pero su corazón no dejaba de querer gritar, de buscar una respuesta a la ausencia de aquel amor que había tatuado su piel con versos ardientes. Era un amor que había logrado cubrirla con una miel dulce y reminiscente, pero que ahora sólo dejaba en su lugar un amargo vacío.
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Se sentó en el banco verde del parque, donde solía hacerlo muchas tardes, bajo el susurro de los árboles, habían compartido palabras llenas de sueños. Ahora, los pájaros cantaban con una tristeza casi palpable, como si fueran conscientes del duelo que habitaba en su pecho. 
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Las cigüeñas que solían descansar en el nido de la plaza ya habían emigrado, dejando atrás un hogar vacío que parecía ecos del abandono. El viento soplaba con un eco triste, y Berta sentía cómo temblaba el rocío al posarse en el frío mármol de su corazón, olvidado y solitario.
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Cerró los ojos y respiró profundamente, buscando en el aire un homenaje a los recuerdos. Las noches muertas se acumularon a su lado como sombras; ese silencio que una vez fue un amigo se había transformado en un enemigo devorador. 
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Ya no podía soportar el vacío. Cada lágrima que caía llevaba consigo otros tantos momentos que nunca volverían, y Berta se sintió pequeña, insignificante en un mundo que la había dejado atrás.
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Su corazón, rebelde como un perro de ceniza, aullaba a la luna en la soledad de la noche, llamando a un alma que ya no estaba. ¿Dónde estás?, resonaba su voz en la oscuridad. Pero sólo la luna respondía, dándole de vuelta el eco de un amor marchito, un susurro fugaz que se pulía con los aullidos de su melancolía.
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No sabía si algún día podría hallar la paz en esta nueva vida de silencios y ausencias. Mientras los ecos del pasado se desvanecían, sus esperanzas se desdibujaban como aquellas campanas que, desde el campanario sombrío, olvidaron lo que es sentir el calor de un corazón que aún late. 
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Y así, con la tristeza como única compañera, Berta continuó su paseo, perdida entre recuerdos y sombras, buscando ese calor que se había escapado en la brisa de un amor que ya no volvería.