Ricardo Castillo.

Escrito en un viaje hacia Poneloya

Escaparé hacia el mar a la mitad del día.  
En el camino me detendré para admirar  
a las aves sobrevolar el lago.  
Pensaré agudamente en el tiempo  
de mis alas retraídas,  
cuando las ráfagas de vientos  
se filtraban sutilmente por las grietas  
de mi antiguo hogar,  
y yo tomaba en silencio aquel aire  
como quien toma un sorbo de agua con sed;  
cavilaré en la memoria del fuego que quise ser,  
y como una luz callejera penetraré en los susurros de los pasajes apagados. 

Como las aves y la lumbre que no fui,  
invadido de aquel primaveral deseo,  
continuaré mi viaje hacia la mar  
(mientras las palabras desaparecen entre polvo y olvido).  

Llegaré a esa linde de tierra y tarde  
con destiempo premeditado:  
en la última arena visible del día;  
y la noche me atrapará  
como lo hace con los navíos de vela en el solitario mar.  
Entonces podré meditar  
en las locuras que cometen los hombres en tierra  
cuando se han alejado de su primigenia sustancia,  
en el temible juego del fauno  
y la resaca del amanecer.  
Me echaré al hombro mis versos  
y los arrojaré al mar.  

Y todo vestigio de hierba y tierra y sol.  
¡Oh, agua!,  
que guardas los rumores de las estrellas  
y los sueños y las palabras de quienes te buscamos;  
nosotros los cultivados en el hidro-espacio del seno materno,  
tenemos sed de regresar.  
Caminaré a oscuras hacia el mar  
(a tientas por su orilla antes de disolverme),  

¡oh dichosa ventura!  
Será mi corazón de sal  
en el agua que los náufragos no pueden beber,  
ola que rompe con furia en los cantiles,  
mitos de barcos y marinos perdidos,  
el grito inaudible del ahogado,  

la música que lleva el viento hacia la costa  
(y cuya procedencia es desconocida pero augurada),  
la esperanza de una barca a la deriva;  
y otras veces, un naufragio seré.  
Ese será mi paso húmedo  
antes de ser quien fui,  
mucho tiempo después de lo que ahora soy:  
Agua de mar. 

Poneloya, 11 de julio del 2024.