Salvador Galindo

Consciencia

“Cuán feliz es el hombre inocente sin delito,

el mundo que se olvida del mundo olvidado…”

Alexander Pope.

 

Qué frío hace aquí dentro

Aunque todo permanezca cerrado

Qué fría es la soledad y qué seco

El sonido de la voz

contra las paredes abandonadas.

La humedad dibuja ahora una silueta

En el espacio de la desaparición.

Me curo del mundo por dentro,

Con alcohol desinfecto

Las podridas heridas.

No me comprendo, no me escucho

No dejo de envenenarme

Con el licor de tu hiel.

Bajo esta conciencia recién emplazada

Abro agujeros para drenar

La supurante memoria,

Porque ya no salgo,

Porque ya no vuelvo

Estoy reformando el corazón

Vago eremita en este claustro

Con la contemplativa meditación

Sobre el derrumbe del pasado

Simplemente, porque no supe pensar

Ni supe sentir, ni supe pedirle al tiempo

Lo que estabas esperando.

Porque lamentarse se ha vuelto inútil

Porque escribir ya no me vale

Para escapar de la lápida del olvido

Para escarbar un lapidario testimonio.

Ningún espejo refleja ya mi imagen.

No contentos con darme la espalda

Ahora me escupen en la cara

Y me niegan la posibilidad de la palabra.

Continúo con el olfato en lo intrascendente

Me sigo regodeando en la miseria,

Las botellas rancias de aquellas noches

De entrañable placer

De memorable toxicidad.

Los tablones inmensos

En que se confundían tus sábanas con mi ropa,

El lado del colchón que siempre guardabas para ti,

La taza de café usada como cenicero,

Dejada ahí tarde, hasta el otro día,

La bolsa llena de latas de cerveza,

Una caña sin desayunos

Donde parecíamos dos extraños

Luego de haberlo dicho todo.

Y esas dilatadas conversaciones nunca fueron

Tampoco fueron los besos,

Ni las múltiples lecturas en el cuerpo,

Solo árboles, árboles en la oscuridad,

Una ruptura demasiado violenta

Para ser poetizada,

Demasiado descocido sin remediar.

Una muchedumbre de sombras enrarecidas

Es todo lo que resta,

De aquellos encuentros taciturnos,

De aquellos arrebatos,

De aquellas promesas perecederas.

Ahora solo escucho el golpe de aquella puerta

Retumbar en la memoria,

La puerta de la vieja casa

En la que cabía todo un mar y un desierto.

Lo único que siempre he comprendido

Es esa cerrazón

Y la fría desolación que le sucede,

En toda mi vida, siempre ha sido así.

Hay días en que todo permanece quieto,

Hay otros en que todo sigue en su sitio,

Pero aquí adentro se sigue dibujando

El espacio de la desaparición,

Me pliego entre los rincones de ese espacio,

Tanteando lo que no fue,

Lo que no pudo ser,

Lo que pudo haber sido,

Tres verdugos que velan mis noches.

Afuera el tiempo continúa su virulencia,

Aullando una maldición,

Una condena anticipada,

El espacio que ahora me falta,

El tiempo que ahora me sobra,

Pero que cada día se hace más estrecho,

Hasta que no quede otra cosa

Que habitar en la desesperación.