Bajo la sombra de la duda, el aliento de llaves arcaicas
destraba cerrojos colgantes, esculpidos en una pasión petrificada.
Ecos agónicos se agitan como hojas en un torbellino invisible,
sin forma consagrada, sin tiempo que huya de su condena,
trazando senderos entre el ayer, el nunca y el jamás.
Dentro del mármol de aguas inmóviles, errantes,
las voces se desprenden como cáscaras vacías en la delgadez
de los puntos suspensivos que abrigan un breve amanecer.
La terquedad de un pupitre condena el vacío de sus letras,
mientras un alfabeto de sombras vencidas lubrica las aristas
del olvido; el alma gotea como lluvia fría por los estambres de la sed,
que se estiran como manos buscando tocar el borde de un recuerdo,
manipulados por hornacinas ulceradas que incitan a devorar.
Los susurros de la brisa se enredan en su propia inquisición,
caminan por túneles de saltos encapuchados y sillas de piel,
retornando siempre al mismo cruce derrumbado, mutilado
donde lenguas enredadas, despeinadas en plumas extendidas,
se extienden con fórmulas de humedad y metáforas de luz.
En el instante desgarrado, dioses obstinados se retuercen
en su propio caos; suben y caen, como en un círculo de
golpes imprevisibles, con la furia de un mar contra un acantilado,
siempre buscando lo que la vida dejó atrás, redimida
en su propio laberinto, en su propia hambruna acoplándose
a un violín que asciende y desciende, al borde de un paraje perpetuo
de admiraciones enguantadas, donde el eco de la pérdida aún respira.