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Berta se sentó en el suelo de la sala, con las manos entrelazadas y sus ojos fijos en el rincón donde solía estar su gato, que siempre había tenido una presencia inquebrantable en su vida y ahora estaba la gatera vacía. La luz del atardecer se filtraba por las cortinas, proyectando sombras largas y tristes que bailaban al ritmo del viento.
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Esa habitación sombría, una vez llena de alegría y maullidos, parecía un eco de lo que había sido; una trinchera de recuerdos flotando en el aire.
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Inhaló hondo, intentando retener esas memorias, cada una de ellas como un pequeño cristal brillante que podía romperse con un solo movimiento. Querido gato, murmuró, sintiendo las primeras lágrimas asomar. Te estoy echando de menos. Las palabras definían un vacío monumental, un susurro desgarrado entre la brisa que llegaba a través de la ventana.
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Sabía que su voz flaqueaba, como si el propio aire se resistiera a pronunciar el nombre del ser que había compartido su hogar y su corazón.
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Las imágenes empezaron a aflorar en su mente: el toque suave de su pelaje, esa manera tan particular de maullar cuando tenía hambre, y cómo, con un simple roce, conseguía llenar sus días de amor puro. Te estoy recordando, dijo, mientras una corriente de tristeza la inundaba.
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A veces, lo veía rondar por la casa, el majestuoso señor que era, con su andar elegante y su porte orgulloso. La casa, que había sido un refugio de vida, se sentía ahora como una cárcel de ausencia.
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El sillón vacío a su lado, donde suele enroscarse, parecía más sombrío que nunca. ¿Dónde estás, rufián minino?, pensó, y una punzada de dolor le atravesó el pecho. El sofá me pregunta por ti, y no tengo respuesta. Las lágrimas comenzaron a rodar. Cada lágrima era un reflejo del amor que había compartido con él, un amor que tiraba de ella hacia un abismo doloroso.
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Sin ti, todo se siente demasiado silencioso, continuó, sus labios temblando ya un poco. La cajita con la arena, que antes era un lugar privado de su amoroso compañero, lloraba su ausencia y, al igual que ella, anhelaba el calor que su pequeño cuerpo desprendía cada mañana.
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La casa era un mausoleo, y los ratones, esos intrusos, ahora disfrutaban de una libertad nunca antes vista. Sigo esperando a que vuelvas, sollozó, mientras su mente volaba hacia su abuela, quien decía que los gatos son como picaflor... ¿Acaso esto es verdad?
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¿Regresarás, querido felino? Su corazón se aferraba a la esperanza, pero el dolor era excesivo, como un peso en el pecho que no podía ignorar.
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Los recuerdos comenzaban a nublar su visión. Aquel pequeño ladrón de corazones seguramente estaba explorando el mundo, buscando a la gata Lola, y sin embargo, una parte de ella deseaba que jamás se hubiera ido. Aquél amor del minino era el único consuelo que le quedaba tras la marcha de Marcos. Sé que volverás, murmuró con una convicción tambaleante.
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Fue un intento de auto consuelo, una súplica a la vida que se resistía a ser dulcemente recordada. Sé que volverás, se decía a si misma, porque lo que yo te di no lo encontrarás en otro lugar.
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Pero la sala continuó su eterna vigilia, y Berta, sentada en el suelo, supo que el vacío que dejó su gato sería eterno. Los ecos del pasado la envolvieron como un manto frío, y en ese instante, agradó a la soledad, mientras las lágrimas se deslizaban.
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Vuelve, susurró al aire pesado, porque sin ti mi vida se queda vacía. Y, al secarse los ojos, se preguntó si en algún rincón del universo, su amado gato la estaba escuchando.