Hay palabras que arañan mis pensamientos.
Hoy las escuché paseándose nuevamente por mi cabeza.
Las pronuncio mientras camino distraído
y las olvido frente al papel,
en la comodidad de mi cuarto
(muy distante de mi verdadero hogar).
Solo me queda esta sensación de pérdida
y de resignación que ahora escribo.
¿Qué es mío entonces?
¿La pérdida, la ausencia, lo innombrable, lo invisible?
No me gusta lo que escribo.
Por eso deshago y rehago,
pierdo lo que mal encuentro (muy a propósito);
por eso borro y rompo papeles,
para olvidar que lo he dicho todo mal,
y también para ser fiel a la añoranza
de las palabras que se quedaron sin voz
(de las palabras mudas, quiero decir).
Y me quedo con esta cacofonía mía,
que es de multitud de voces perdidas y repetidas en la escena,
cada cual con su propia entonación
(¡qué importa!):
algunas se quedaron ebrias en las servilletas de los bares;
en la muchedumbre cotidiana del andar sin lápiz y cuaderno.
Otras, en cambio, se extraviaron
en las palabras inteligibles que no tienen valor alguno:
las que carecen de espíritu y que son insustanciales,
las que han sido dichas para ser utilitarias,
entendidas y condenadas a no decir nada.
Lo que realmente importa se pierde en el camino,
como atesorado objeto que se ha caído de los bolsillos
y te sume en la sentida pérdida,
llorando y hablando con palabras huecas como éstas.
Lo que importa es lo que no se nombra
y se termina extrañando por mucho tiempo,
si no es que toda la vida.
Lima, 27 de agosto de 2024