El momento infame,
las horas en las que el reloj marca con desesperación el ritmo,
y a la vez el viento con tenue tono
arrastra el aroma de una parrillada familiar,
los parques concurridos, estadios repletos,
iglesias vibrantes, museos abarrotados, mercados saturados,
y yo aquí, degustando la eterna sopa de techo dominguera.
Disparado el termómetro emocional,
re-leo con nostalgia, asombro y conmiseración
los episodios de la tragicomedia de mi vida,
y en dicha relectura, me descubro, me conozco y me reconozco,
redundante, errante, recurrente,
escribiendo las mismas historias,
un domingo por la tarde.
Como el día que cuando niño, amaba y odiaba
pues las matemáticas me han sido un infierno,
y las tardes del primer día de la semana,
eran ambivalentes, tensas pero apremiantes,
entre la pizarra junto a la faja roja que mi madre usaba
para enseñarme el álgebra, cuya única lección
es comprender que somos un universo conformado por números y letras;
apremiantes eran por que al final había una maratón
de mis caricaturas favoritas,
acompañadas de mi repostería predilecta con coca cola,
los domingos por la tarde.
Alterado mi ser, recurre al escape siniestro,
a los nombres de gente sin alma, que pierde la calma
con la cocaína, y alienándome
en la autonomasia de la anestesia para la realidad,
me sumerjo en la dimensión de lo incontenible,
inaplacable el deseo, voraz, inconsecuente,
un domingo por la tarde.
Transgresores, excitantes, vacíos,
plagados de rostros distintos, cuya búsqueda no tiene fin,
una repetición abstracta, una retransmisión
del mismo espectáculo, impulso, calle, camas inéditas,
los domingos por la tarde.
De este día !Oh Dios mío!
rescatadme,
del domingo por la tarde.